Siempre digo lo mismo, «No quiero regalos por mi cumpleaños», pero nada, les da igual. No le veo el sentido a gastarse el dinero porque sí, por el simple hecho de cumplir, cuando insisto en que nadie queda mal conmigo por ahorrárselo. Cuando quiero algo me lo compro con mi dinero, y mis caprichos son demasiado baratos como para que no me los pueda permitir. Por eso no entiendo que la gente insista en comprar cuando corren el riesgo de que no me gusten sus regalos, porque para colmo, heredé de mi padre el gen de se-me-nota-en-la-cara. Pero nada, seguirán regalándome por mis cumpleaños. Si es que me sabe fatal el esfuerzo y dinero que invierten.
Creo que ostento el dudoso récord del español que más veces se ha quedado sin regalo en los amigos invisibles, aunque en mi fuero interno he celebrado cada ocasión que me he ahorrado el incómodo momento de abrir el regalo. Y aunque a veces recibo presentes fabulosos, como cuando mis amigos me regalaron el cedé descatalogado de El rey león o un paquete de trufas Martínez (mis padres me enviaron una caja idéntica de trufas por mensajería el mismo día y sin ponerse de acuerdo. Lo que siento por esta bombonería valenciana es público), puedo presumir de haber recibido algunos de los peores regalos del universo, y no me refiero a la flauta o el patinete de rigor. Que nadie se sienta molesto por mi selección de los más desastres:
Los calzoncillos usados: el regalo de P. pasó a la historia de los Personajillos y desde entonces sólo nos acordamos de rezar para pedirle a Dios no tocarle en el sorteo de los papelitos. Lo peor de todo es que los calzoncillos (limpios, espero) estaban dentro de una caja de plástico cubierta con veinte capas de celo. Os juro que sudé la gota gorda para abrirla, así que podéis imaginar mi cara de póquer al descubrir lo que contenían. Luego esperé con cara de circunstancias a que me diesen el regalo de verdad, pero tres horas después me di por vencido y reconocí que eso era todo.
El videocaset de la primera gira de las Spice Girl: mi tío F. era joven y se fió de los dependientes de Fnac cuando preguntó qué le podía gustar a un chaval de diez años. Yo estaba histérico de emoción porque era el primer amigo invisible en el que participaba toda la familia y esto me sirvió de escarmiento. Nunca más quise saber del asunto.
La fotocopia de un número no premiado de la bonoloto: este regalo, al igual que los calzoncillos usados, se tomaría a broma si no fuese porque fue el único regalo, porque además era mi dieciocho cumpleaños y a eso hay que añadir que quien me lo hizo es mi padrino. Recuerdo que ni siquiera se atrevió a dármelo en persona, sino que utilizó a mi abuela de mensajera. Abrí el sobre con mi nombre esperando encontrar un billete con una jugosa cantidad de euros y lo único que vi fue la fotocopia de un número sin premio de la bonoloto (digo yo que si no tenía premio por lo menos me podría haber dado el original). Para echar más leña al fuego, escribió a un margen del papel «Que votes mucho», porque sólo tres días después se celebraba el referéndum del Tratado de Lisboa e iba a estrenar mi derecho a voto de inmediato. Ese fue el regalo que mi padrino me hizo por la mayoría de edad y que todavía no ha sido superado por ningún otro de la familia. Todos me envidian por mi suerte.
Los calzoncillos usados: el regalo de P. pasó a la historia de los Personajillos y desde entonces sólo nos acordamos de rezar para pedirle a Dios no tocarle en el sorteo de los papelitos. Lo peor de todo es que los calzoncillos (limpios, espero) estaban dentro de una caja de plástico cubierta con veinte capas de celo. Os juro que sudé la gota gorda para abrirla, así que podéis imaginar mi cara de póquer al descubrir lo que contenían. Luego esperé con cara de circunstancias a que me diesen el regalo de verdad, pero tres horas después me di por vencido y reconocí que eso era todo.
El videocaset de la primera gira de las Spice Girl: mi tío F. era joven y se fió de los dependientes de Fnac cuando preguntó qué le podía gustar a un chaval de diez años. Yo estaba histérico de emoción porque era el primer amigo invisible en el que participaba toda la familia y esto me sirvió de escarmiento. Nunca más quise saber del asunto.
La fotocopia de un número no premiado de la bonoloto: este regalo, al igual que los calzoncillos usados, se tomaría a broma si no fuese porque fue el único regalo, porque además era mi dieciocho cumpleaños y a eso hay que añadir que quien me lo hizo es mi padrino. Recuerdo que ni siquiera se atrevió a dármelo en persona, sino que utilizó a mi abuela de mensajera. Abrí el sobre con mi nombre esperando encontrar un billete con una jugosa cantidad de euros y lo único que vi fue la fotocopia de un número sin premio de la bonoloto (digo yo que si no tenía premio por lo menos me podría haber dado el original). Para echar más leña al fuego, escribió a un margen del papel «Que votes mucho», porque sólo tres días después se celebraba el referéndum del Tratado de Lisboa e iba a estrenar mi derecho a voto de inmediato. Ese fue el regalo que mi padrino me hizo por la mayoría de edad y que todavía no ha sido superado por ningún otro de la familia. Todos me envidian por mi suerte.
Que mi antología no suene a rencor, porque de todos estos regalos guardo buenos momentos y no reflejan en absoluto la calidad de las personas que me los dieron (que son muy buenas, pero como todos, no siempre aciertan). De los otros, de los sin más, nunca me acuerdo. Ahora os toca a vosotros: ¿cuál es el peor regalo que os han hecho nunca?