A excepción de nuestras familias, las personas que más queremos llegan a nosotros por un golpe de azar. Por eso las queremos tanto: porque no fueron fruto de la determinación, sino que la elección, la suya y la nuestra, nos puso en el mismo lugar. Puede ocurrir en el colegio, en la universidad, en el trabajo o en las clases de inglés. Puede ser el amigo de un amigo, la vecina o el redactor de una web.
Lo emocionante de la vida es que este juego del azar no avisa. Si pudiésemos regresar al pasado sólo tendríamos que prestar atención, pero como no tenemos manera de conocer quiénes serán nuestros seres queridos, nos comportamos de una manera muy corriente cuando nos vemos por primera vez. Después de todo, ¿qué nos impide pensar que volveremos a ver a esa persona, o que nos caerá mal, o sencillamente que no congeniaremos y ya está? Nos cruzamos a demasiadas personas a diario, y tantas salen por donde han venido, que no podemos estar expectantes por las que se van a quedar. Ojalá contásemos con una profecía que nos advirtiese qué desconocidos son los que atracarán en nuestras vidas, pero a falta de magia, nuestra intuición es lo único con lo que contamos. Ni qué decir que la intuición no sirve de nada en estos casos: fallamos con los que prometían y los que no prometían, en unas pocas ocasiones cumplen y la mayoría de ocasiones no.
Pero hace hoy un año que ocurrió algo distinto. Ya llevaba un mes viviendo en Madrid y había hecho buenas migas con D., uno de mis dos compañeros de piso. B., sin embargo, no llegaba hasta cuatro semanas después, y durante todo ese tiempo escuché una y otra historia sobre ella. D. la adoraba y me decía que nos íbamos a llevar bien. Yo me limitaba a escuchar, formándome una imagen de alguien con quien compartiría forzosamente mi vida, y el día que llegó, sin conocerla, le propuse ir a buscarla a la estación. D. no quiso ("Nunca hemos hecho esto") y a mí me pareció muy raro ir sin él a por B., de modo que la esperé en casa para recibirla. D. ya se había ido a dormir, pero entretanto yo había cocinado un
brownie y aguardaba la hora mientras leía en el salón. Ese día terminaba
La vida secreta de las palabras. Sonó la cerradura. Me pregunté qué decía hacer: si seguir leyendo en el salón o ir a recibir a esa desconocida compañera de piso a la puerta. No recuerdo qué pasó al final, salvo que comimos el
brownie de madrugada, y que al día siguiente nos encontramos en la calle y pese a ser completos desconocidos, fuimos juntos a comprar. Es una de las pocas ocasiones en las que sabes, porque el destino lo ha escrito con letras de neón, que el desconocido va a acompañarte hasta lo más recóndito, te guste o no. Agradezco poder haber disfrutado de todos esos primeros momentos consciente de que se estaba fraguando algo importante. Después de todo, compartiendo casa, no teníamos opción de huir.
Un año después sí he ido a recogerla a la estación, aunque muy propio de mí me he equivocado de sitio. Era Avenida de América y yo fui a Méndez Álvaro, de modo que para cuando solucioné el entuerto ya se había perdido la sorpresa. Hoy tenemos más experiencia: los dos somos un año más viejos, y ya no podemos decir que seamos desconocidos. El año pasado apenas podía recordar su nombre, hoy conocemos nuestros respectivos árboles genealógicos, pasiones, defectos, virtudes y manías. Ha sido bonito lo que hemos tenido que pasar para llegar hasta aquí, pero el resumen es que al llegar de vuelta de vacaciones un año después, en casa también ha habido
brownie.