sábado, 28 de febrero de 2009
Elecciones y porra
Ché, el fracaso

jueves, 26 de febrero de 2009
El origen de las historias
Denuncia y retracto
miércoles, 25 de febrero de 2009
lunes, 23 de febrero de 2009
Relato: El náufrago
No es que la isla fuese enorme, es que él era la nada.
En medio de un enorme océano de pensamientos, sujeto a una superficie de soledad, estaba él en su ensimismamiento. Él era nada, pero nada no significa minúsculo, ni ligero. Nada tampoco quiere decir andrajosa, siquiera apátrida. Nada quiere decir que él no estaba ahí, en la isla. De modo que la isla era todo lo que no era él.
—Ten fe. Me gustaría poder ver tus ojos.
Si alguna vez has estado perdido en el mar, y no me refiero a sobrevivir al naufragio de un transatlántico o caer con paracaídas de un avión, no, sino simplemente cuando la corriente te arrastra de la orilla y lo adviertes demasiado tarde, a ese “perdido” me refiero, si lo has vivido quizá sepas lo que se siente. Todo es agua tibia y salada, el cielo se confunde con la superficie y no hay ni rastro de los delfines salvadores que viste en las películas. Por haber no hay ni tiburones, lo cuál todavía te reportaría algún titular en los periódicos cuando encontrasen tus huesos, y tu máxima incertidumbre es saber si morirás ahogado, por el sol o de sed. Morir de sed en el océano siempre le da un sentido irónico a la vida, pero un sentido a fin de cuentas. Algunos mueren sin saber para qué han nacido.
Nuestro hombre tuvo la fortuna de encontrar una isla. La llamó Cayo Penélope Cruz.
—No te rindas. Muy pronto estarás aquí.
Su isla era bastante decepcionante. Cuando uno le hace promesas a Dios jura conformarse con nada, pero ya hemos dicho que nada era precisamente lo que era él. Por eso no le produjo impresión ese montículo de arena, de dos por dos, ensombrecido por un humilde cocotero. No pudo dejar de preguntarse dónde estaban los monos mayordomos de la familia Robinson, pero acabó acostumbrándose. Era su único remedio.
Día a día, semana a semana, pasó el tiempo en Cayo Penélope Cruz. Le cogió el gusto al coco, luego lo aborreció, más tarde volvió a disfrutarlo y acabó por vomitarlo sólo con acercárselo a la nariz. De vez en cuando recibía la visita de un pulpo, que se acercaba al amanecer y lograba huir sin ser cogido. Nuestro náufrago le llamó “Comida”, eso por si alguna vez se cumplían sus deseos. Nunca ocurrió.
—Debes esforzarte por salir. Escuchar las voces de fuera. No te abandones, por favor. Eso sería tu fin.
Pero por muy desgraciada que fuese su vida, por muy sólo que se sintiese, por mucha hambre que tuviese al caer el sol, jamás se planteó el suicidio. Aquello le escandalizaba. Podrían pensar que tenía que ver con unos principios cristianos, pero eso es absurdo: el hombre no creía en nada. Si rehuía el suicidio era por miedo a ser devorado por el pulpo, y aquello sí le provocaba arcadas. No sería el plato de ningún cefalópodo, se prometió. Estaba dispuesto a todo menos a que segregasen tinta con su carne, quizá una muerte digna de escritor, pero no la suya.
—No puedes seguir así por más tiempo. Tienes toda una vida por delante.
Esa voz de mujer, tan desconocida y a la vez familiar. Él le ha puesto rostro, y la imagina morena, esbelta, una anoréxica en potencia. No hay ni un gramo de mediocridad en su cuerpo. Le visita de vez en cuando, aunque no hace acto de presencia. Simplemente le susurra palabras de apoyo, como una ráfaga de viento en la isla, y él espera salir un día para conocerla. No tiene ni idea de quién puede ser. Pero la ama con toda su alma.
Fue entonces cuando abrió los ojos.
Un techo blanco. Una ventana cerrada, luz fuera, quién sabe, quizá es un patio interior. Basta levantar la cabeza para ver las paredes blancas, el armario blanco, la sábana blanca. No es el Cielo, es peor.
—Por fin despiertas.
El hombre mira a la mujer de la puerta. Es bajita y gorda, y por su rostro parece jovial. Se disponía a salir de la habitación cuando el paciente ha abierto los ojos.
—Esto es el hospital —dice él, consternado.
—Trabajo aquí, pero gracias por recordármelo. Llevas tres semanas en coma: ahora mismo llamo al doctor.
De repente las imágenes se agolpan en su cabeza. Valencia. Dodie Smith. Blasco Ibáñez, con ese imponente Rectorado. Klaus and Kinski en el radiocassette. Sol. Pájaros. Coches. Uno más cerca que el resto. Y más. Cambia la canción. El coche ya está encima. La última pregunta es: “¿Habré cerrado el gas?”. Luego sólo hay oscuridad y después la isla.
—Necesito verla —el hombre acaba de recordar, y le urge conocer a la mujer sirena. Está enamorado de ella.
—No sé a quién se refiere. ¿Quiere que llame a alguien en especial?
Cuando la enfermera se acerca, él advierte su hábito. Una cruz de madera baila al son de los pasos, chocando contra los dos senos. Aprieta a un botón de asistencia.
—Me refiero a la mujer que venía a verme todos los días. ¿Sabe a quién me refiero?
Pero la monja ríe divertida, e incluso el náufrago reconoce aterrado esa voz.
—No hay recibido ninguna visita. Sólo espero que no hayas idealizado mi voz.
De por qué me alegro por Pe
domingo, 22 de febrero de 2009
El problema de los "novios" y las "novias"
sábado, 21 de febrero de 2009
Una canción deprimente para una semana estrellada
El regalo terminal
viernes, 20 de febrero de 2009
Yo soy revisionista
miércoles, 18 de febrero de 2009
Dónde viviría y un trío de posdatas
martes, 17 de febrero de 2009
Que no se diga: un agradecimiento, un poco de vida (lo justo y necesario, qué se creen), un video y un videoclip
Sucede que yo soy más de Padre de familia, pero bueno, lo llevo con dignidad.
lunes, 16 de febrero de 2009
Camino
domingo, 15 de febrero de 2009
La contradicción de los vegetarianos
viernes, 13 de febrero de 2009
Anabel Botella
jueves, 12 de febrero de 2009
Los que siempre cumplen
miércoles, 11 de febrero de 2009
Putas y maría hoy
martes, 10 de febrero de 2009
Justice y un mensaje institucional a las mujeres
En contra del libro electrónico
lunes, 9 de febrero de 2009
Carta Abierta a mi Admirador/a Secreto/a
El paquete viene de Estados Unidos, directo de la tienda. Dentro tiene una de esas notas escritas a distancia, con un "Felices 22 (...) por adelantado (...) a ver si adivinas quién soy". Estaba segurísimo de que era Eme, porque ella me pasó el enlace de la tienda y estuvimos a punto de hacer un pedido conjunto, y yo quería esta camiseta. Pero ella lo niega tajántemente y al final tengo que creerla.