Escrito en lo que los demás duermen la siesta...
EL ANILLO
Creo firmemente que con nuestras acciones, condicionamos nuestro futuro. Yo nunca había ido a un funeral, me compré una corbata negra porque nunca sabes cuando puedes necesitarla y sólo doce horas después la tenía que estrenar por la muerte de mi hermana Carol. Por eso siempre digo que aunque su vida no tenía precio, morir sí le costó un pellizco: precisamente ciento diez euros de seda, importada de Italia.
Mi teoría se confirmó dos años después, cuando me contrataron a dos calles de casa nada más vender mi coche (el cual, para ser honesto, apenas había sacado del garaje). De haber conseguido primero el trabajo, seguro que no hubiese logrado deshacerme del trasto hasta que me saliesen canas.
Aquel día pensaba precisamente en estas coincidencias cuando la vi venir hacia mí. Llevaba ese abrigo largo gris que le alcanza las rodillas y a excepción de las dos pequeñas perlas que decoraban sus orejas, podía estar desnuda que no me hubiese dado cuenta, ni yo ni nadie. La simple idea me excitaba. Cruzó la acera parando con la mano al taxi que tenía preferencia, pero el hombre no se atrevido a protestar: sí lo hizo su clienta, indignada, pero sus palabras sólo se podían adivinar por el movimiento de sus labios. En cambio ella no se inmutó y vino hasta mí, plantándome un sonoro beso como el que no me daba desde la última vez, allá en Montevideo.
— Podrías haberme dicho que llegabas hoy: hubiese ido a buscarte.
— No tienes que excusarte, Jonás. No me gusta hacer esperar y eso ya deberías saberlo.
Que si lo sé. Podría haber escrito una novela de dos mil páginas con todo el tiempo que he pasado en la calle esperándola, y eso que sólo nos conocemos desde hace tres Inviernos. No sé en qué momento se dio cuenta de lo impuntual que era: quizá cuando tuvo que llevarme al hospital, la vez que cogí una pulmonía.
Me miraba con ternura y repasaba con el dedo índice mi prominente nariz, divertida. No sé qué le hacía gracia. Sus ojos brillaban como nunca.
— Hoy he visto un anillo —me dice, sin rodeos. Y eso que nunca hemos hablado de casarnos, porque ya sabe el miedo que le tengo—. No seas tonto, cariño: no es para nosotros. Es simplemente un anillo de brillantes, no de compromiso. He preguntado el precio y me han dicho que está de oferta.
— Ajá… —le sigo, no sin cierta precaución.
— Y ¡por el amor de Dios! ¿Desde cuando están de oferta los anillos? Hablo de los buenos: jamás. Le he dicho que no me interesaba y me he ido, haciéndome la ofendida.
Pero sé a dónde quiere ir a parar. Porque hemos compartido mucho en este tiempo como para no saber que no toma desayuno, que desconfía de las escritoras cristianas y que por más pasionales que sean sus arrebatos, siempre tengo que ir detrás para reparar lo que ha hecho.
— Quieres ese anillo; y quieres que yo vaya a comprarlo.
Asiente con naturalidad. No me dirá que es una misión de alto riesgo, no sea que luego le pida el favor de vuelta. Sólo ella puede hacer chantaje emocional.
— Te he traído el dinero, cielo. Está aquí —dice, sacando la billetera que le compré en Mataderos. Cuenta rápidamente el dinero. Son billetes nuevos, todos de cien y planchados. Es evidente que ha pasado por el banco—. Yo te acompaño hasta la puerta de la joyería y te espero fuera.
No es casualidad que haya quedado conmigo en Colón. A dónde me lleva no está muy lejos. En el camino me da instrucciones mientras me agarra la mano con fuerza, para que no me escape. En el fondo sabe lo poco que me gusta moverme en ambientes femeninos, sea Yanes o Dior. Sitios que no irán con mi sexo, pero tampoco con sus posibilidades.
— Sabrás qué anillo es porque está en la vitrina de la izquierda, cerca de donde se sienta la encargada. Y lo diferenciarás del resto porque entre los pocos que tienen una etiqueta con el precio, es el único cuyo precio acaba en cero. No tiene pérdida. Vitrina izquierda, etiqueta, precio redondo. ¿Te acordarás? Eres un cielo —y abrazándose a mi brazo, posa su cabeza en mi hombro. No me gusta que haga esos alardes de amor cuando la calle está a parir de gente. De repente llegamos a una esquina y me señala la tienda—. Es esa. Anda, ve. Te sobrará dinero de lo que te he dado, con el que me invitarás a cenar por lo mucho que me quieres y porque justo hoy hacemos dos años.
Lo suelta así, como una bomba atómica arrojada desde el cielo que cae en lo que parecen a la vez segundos, a la vez milenios, de toda la existencia. Y yo, que por supuesto me he olvidado, sonrío como si ya lo supiera. Una cosa es no dar importancia a los aniversarios y otra muy distinta, ignorarlos. Ella sabe muy bien que ha dado en el blanco, y que me podrá pedir lo que quiera por mi descuido.
La beso en la frente y sin decir adiós, me dirijo a la joyería. Ella se queda al pie de la farola, expectante. Espero que nadie se fije en nosotros o daremos la impresión de ir a robar.
En la tienda estás tú. Ahí todavía no me he fijado en ti.
— Bon dia —te digo al entrar.
— Bona vesprada —me respondes, consultando el reloj de pared.
No sé disimular, así que voy directo a la vitrina. Efectivamente hay pocos anillos con precio, y sólo uno que no termina ni en cinco ni noventa y cinco.
— ¿Es para compromiso? —me dices, y entonces es la primera vez que reparo en ti. Eres preciosa. Y tú, sin embargo, me miras como a cualquier cliente.
— No, es para un regalo. Querría ver ese —y te señalo el que ella quiere.
Coges las llaves y abres la vitrina para sacarlo. Lo pones sobre la mesa. Junto al que he pedido pones otros distintos, pero no son los que me interesan. Todavía.
— Éste es bonito pero hay que saber llevarlo —lo sacas de la cajita y te lo pones. Queda precioso en tus delicadas manos de joyera— pero no sienta bien a todas las mujeres. Por la mañana, hoy mismo, una chica ha preguntado por él. Se ha ofendido al ver que estaba de oferta y se ha ido, pero si se lo hubiese probado hubiese descubierto que le sentaba fatal. Hay que tener dedos para llevar anillos. Solo algo sencillo como el de compromiso no queda mal a nadie.
Ahora entiendo porqué has puesto otros anillos sobre el mostrador. Son alianzas. Me miras como adivinando quién soy y a qué he venido. Con solo echarme un vistazo, ya lo sabes todo de mí. No se por qué, pero la sensación me hechiza.
— La chica de esta mañana ha mirado con especial interés este otro anillo. Se lo ha probado y era la perfecta medida. Por desgracia, lo ha dejado porque según ella nunca se va a casar.
Empiezo a pensar que todo ha sido un plan de ella. Una trampa. Pero yo ya he caído y cuanto más intento escapar, más atrapado estoy. Pero eres tú quien me cautiva, no ella. En algo ha fallado.
— ¿Y cuanto cuesta?
— No tiene etiqueta; espera que te busque el precio en la carpeta.
Pero cuento rápidamente el dinero que me ha dado.
— Mil euros —adivino. Tú, naturalmente, te sorprendes al comprobar que he dado en el clavo.
Esta noche querrá ir a un sitio caro, y no sobra ni un euro para pagarlo.
— Entonces, ¿se lo quiere llevar?
— Dímelo tú: ¿te gusta?
Si ella nunca me hubiese engañado para comprarle el anillo de compromiso, jamás me hubiese casado contigo.