Esto es, si esperas un poco, un artículo de libros.
Cuando era niño, mi mundo era única y exclusivamente de blancos. Todavía faltaba un poco para que los españoles conociésemos la inmigración en nuestra tierra, y mis únicas referencias negras eran El show de Bill Cosby y una familia vecina de mestizos valenciano-ecuatoguineanos absolutamente normal. Supongo que el hecho de que la madre de mi amigo fuese tan blanca como los míos y su padre, negro como el betún, tuvo algo que ver: su color de piel me afectaba lo mismo que si era diestro o más alto que yo. No había nada de peculiar. A esa edad ni siquiera me planteé que el mundo pudiese tener un problema con ellos.
Entonces, con diez u once años, leí
Trueno de William Armstrong, un relato juvenil que retrata la América negra de la primera mitad del siglo
XX. Lo que descubrí me dejó preocupado: hay gente que cree a los negros inferiores y, no contenta con ello, los persigue y maltrata. Si me hubiesen dicho que Mozambique ejecuta a todos los rubios, o que China tortura a los obesos, no me habría producido mayor impresión. Porque aunque dejaron de emitir
El show de Bill Cosby en televisión, y mis vecinos valenciano-ecuatoguineanos se mudaron a otro lugar, conservaba un recuerdo muy nítido de lo que era un negro. Se me ocurrían un millón de semejanzas con los blancos, pero la memoria se me escurría cuando trataba de dar con un hecho diferenciador más allá del color.
Más adelante, España se llenó de los nuevos españoles. Los latinoamericanos nos devolvieron la visita quinientos años después, Europa del Este entró en cada uno de nuestros puntos cardinales y lo mismo con los africanos, que nos obligaron a distinguir una patera de un cayuco, aunque a mí nunca me ha quedado clara la diferencia. Los negros ya no decían «¿He sido yo?», ahora nos animaban a comprar pulseras o cedés a la salida del metro.
Sin embargo, nuestro país se ha comportado de forma ejemplar con los inmigrantes. Monstruos aparte, se ha integrado a todo el que ha estado dispuesto a ello y no hemos vivido una situación de racismo ni remotamente similar a la que ocurrió en los Estados Unidos. Sí, el país de las libertades: libertad para tener esclavos, libertad para empuñar un arma. Libertad para tantas cosas que al final la palabra está atada y enjaulada de hipotecas. Seguí mirando hacia su historia con curiosidad, y leí otros títulos donde el racismo estaba presente.
Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, es uno de mis libros favoritos. Es imposible tener alma y no sentir consideración por Atticus Finch, un abogado blanco que sufre las consecuencias de apoyar a un negro inocente. La rectitud del personaje me marcó: un hombre capaz de todo por defender lo que cree justo, sin importarle las consecuencias. Eso era lo que quería transmitir a sus hijos, y no los insultos ni amenazas que recibía. La dignidad frente a la vergüenza y cobardía, pese a lo doloroso.
Por un tiempo seguí con curiosidad el éxito de
The Help, un éxito reciente en Estados Unidos. La historia de las criadas negras de los sesenta (y de cómo las trataban sus jefas blancas) picó mi curiosidad. Tardé un tiempo en descubrir que se trataba del traducido como
Criadas y señoras, de Kathryn Stockett, pero no necesité tanto en devorarlo. Lo más interesante de la lectura es conocer la situación de los negros casi un siglo después de la abolición de la esclavitud. Cómo siguen los abusos y la marginación, aunque medie un contrato de trabajo de por medio. El hecho de que los acusen de transmitir enfermedades y ser sucios, y que sin embargo los exploten para que preparen sus cenas y cocinen sus casas, raya el humor inglés. De no ser porque esto sucedió en Estados Unidos.
Otro título reciente, aunque no ha tenido el mismo éxito de ventas, es
La vida secreta de las abejas de Sue Monk Kidd. Ya escribí de este libro
hace tiempo. Lo único que me queda hacer es recomendaros la lectura.
El último libro que he leído es, en verdad, un primero: La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe. Se publicó en 1852, antes de la Guerra de la Secesión, cuando la esclavitud todavía era legal. No es narrativa histórica, sino un relato de la época con todos los pormenores de la realidad: familias que se rompían porque el amo vendía a cualquiera de sus miembros, negros que se veían obligados por sus amos a volver a casarse porque su matrimonio anterior no tenía ninguna validez legal, negros que no servían como testigos en juicios, negros que, en resumidas cuentas, eran posesiones de sus señores blancos al mismo nivel que el horno de la cocina o la lamparita del salón. Los negros eran cosas sin más. El libro de Harriet Beecher Stowe no es ninguna joya de la literatura y tiene un discurso cristiano de avisadme-cuando-hayáis-terminao, pero cuenta con la rigurosidad de quien lo ha visto con sus propios ojos y el mérito de concienciar a media nación.
Y todavía hay quien se pregunta qué tiene de extraordinario que un negro (o mestizo con más aspecto de negro que blanco, me es igual) sea presidente de Estados Unidos. Es que apenas ha pasado tiempo desde que cortaron sus cadenas. Menos desde su derecho a voto. Quizá haya que conocer más de su historia para comprender la proeza. No será por falta de libros.