Una vez, alguien me regaló un muñeco de R2-D2 que venía con el Happy Meal. Me dijo que lo tenía que llamar «Arturito», tal y como hacen en su país. Yo lo acepté encantado, lo llevé a casa y lo coloqué entre la pareja de jirafas de madera que B. guardaba de África. El cuadro no podía quedar mejor.
Un tiempo después, D. escondió a Arturito. Dijo que no le gustaba, pero B. y yo no tardamos en volverlo a poner. Lo escondió de nuevo y no paramos hasta encontrarlo y devolverlo a su paraje natural, junto a las jirafas. Entonces D. se marchó, y B. y yo nos mudamos a una nueva casa, y como nos hizo gracia la broma, iniciamos un juego que comenzó hace un año y que ha terminado hoy. Consistía en que cada semana uno escondía a Arturito en cualquier rincón de la casa y el otro lo tenía que encontrar. Cualquier recoveco de la zona común, por inaccesible que fuese. Una vez descubierto, se devolvía junto a las jirafas hasta el próximo lunes. Y vuelta a empezar.
Naturalmente, B. era mucho mejor que yo. Mis escondites eran retorcidos (sobre la caja del timbre en el techo, dentro de una olla a presión en el altillo, entre los cojines viejos de un armario...) pero ella siempre lo encontraba antes de un día o dos. Mi mala memoria me ponía en desventaja, porque siempre dudaba si ya había buscado en este sitio o aquel, y al final miraba diez veces en el interior de la caja vacía del router y ninguna detrás del diccionario bilingüe de español-francés. De un modo u otro, Arturito era una de tantas cosas que nos unía.
La búsqueda semanal de Arturito duró un tiempo hasta un día que perdí la ilusión. B. me animaba a encontrarlo, pero yo rehusaba. El robot de juguete perdió todo el significado para mí. Ya no me emocionaba barrer cada rincón de la casa para buscarlo. Y así, durante más de medio año, el pobre robot quedó olvidado al fondo del dispensador de bolsas Rationell Variera del Ikea. Con Arturito también quedaron enterrados momentos felices que no llegaríamos a vivir. Al tiempo, B. ni siquiera me preguntaba por él. Ella también perdió la ilusión porque yo la forcé a ello.
Pero al final, cuando B. contaba los días para irse para siempre, recuperé la ilusión. Recordé porqué era tan importante el juego: no por el robot, ni por la emoción de encontrarlo. Recordé que lo que me emocionaba era la unión con B., aquí también, y que cuando se trata de lo más importante, uno no puede pararse a pensar en si el juego es para tontos o subnormales. Se juega y punto, porque hay mucho que ganar. Rastreé la casa durante horas hasta que lo encontré en el escondite que B. había elegido cuidadosamente seis meses atrás. Henchido de felicidad, lo dejé junto a las dos jirafas, sus antiguas y casi olvidadas amigas, para que B. lo viese al entrar a casa. El lunes siguiente me tocó esconderlo a mí y B., por supuesto, sólo necesitó un par de días para encontrarlo. Entonces lo escondió de nuevo y ese escondrijo, quién lo diría, sería su última vez.
B. se marchó de casa, tal y como sabíamos que debía ocurrir. Pero entre los mil recuerdos que dejó, todavía quedaba Arturito y su misterioso paradero. Se fue sin revelarme la solución, e incluso me preguntaba por teléfono si ya había dado con él. De eso hace dos meses. Hasta hoy.
He mirado la estantería del trastero y me he preguntado cuántas veces había buscado en sus recovecos. Detrás de los libros, dentro de la maceta, bajo el tapón del bote insecticida. Podía ser la décima ocasión. O la primera, a juzgar por mi mala memoria. Reconozco que no le había puesto demasiado interés a la búsqueda precisamente por el miedo a terminar el juego. En cuanto diese con él, la partida con B. habría terminado para siempre. Siempre es demasiado tiempo como para darse prisa en alcanzarlo.
Sin embargo, ahí estaba. Arturito. Donde B. lo escondió por última vez, en el hueco del taburete subido a lo alto de la estantería del trastero (un taburete que sé que caerá algún día y me sorprenderá justo abajo. Le tengo mucho respeto). Un sitio perfecto para los olvidados.
El descubrimiento ha sido el fin de un juego privado que sólo podíamos entender los dos. Prueba superada cuando prefería que la partida no terminase jamás. Pero lo ha hecho al fin, porque así es como son a veces las cosas. Los juegos se terminan y las personas, por mucho que las quieras y necesites a tu lado, a veces también se tienen que marchar. Arturito tampoco volverá a ver a las jirafas porque B. se las llevó con la mudanza. Pero qué cosas, ha encontrado un nuevo sitio en mi escritorio. No es tan sofisticado, ni tampoco está ordenado. Y sin embargo, lo tendré siempre a la vista para acordarme de B. Su juego, en cierto modo, continúa. Ese fue, desde el principio, su único papel.