© B. Díaz |
Ellos, que no son precisamente discretos, tampoco van a dejar que su memoria se la lleve el viento, y decidieron que sus honorables (qué digo: honorabilísimas) personalidades merecían algo mucho más digno que una silla cómoda y un iPad por escaño: crearon el Prado de los Megalómanos. De ese modo, y como generalísimos ecuestres, nuestros políticos dieron el pistoletazo de salida a una época artística en la que los mejores pintores españoles (o no necesariamente los mejores, pero sí los más caros, los de más renombre) los inmortalizarían en lienzos monstruosos para satisfacción de su ego y castigo a nuestras retinas. Las placas de «Esto lo inauguró Fulanito» se habían quedado cortas.
No es la primera vez que los poderosos protagonizan los cuadros. El mecenazgo ha existido desde siempre, y sin él seguramente no contaríamos con obras claves como las de Goya o las de Velázquez. Por citar a dos entre un millón, porque antes o te pagaba el rico o no te pagaba nadie. Pero salir de una dictadura personalista y continuar con estas tretas de culto al poder, y a costa del dinero público, es imperdonable. Ni en un final de siglo XX ni mucho menos en el XXI. Los políticos, enamorados de ellos mismos, se han convertido en parodias de la maja desnuda a un precio elevadísimo para los españoles. Los pasillos y salones de las instituciones públicas se han llenado de retratos de presidentes de Gobierno, pero en este Prado de los Megalómanos también tenemos la planta dedicada a los retratos (o bustos, no se cortan con nada) de los ministros de Industria, y también el pasillo con los secretarios de Estado de Energía, y a poco que busques, encuentras la salita donde están inmortalizados los subsecretarios de los subsecretarios del departamento de bombillas incandescentes, todos ellos retratados por artistas con presupuestos que no se pagan con los impuestos mensuales de los empleados de una fábrica de tuercas.
Así es habitual que Antonio López pinte al exministro Álvarez-Cascos (los que mandan dicen que es la tradición, pero es que la tradición la han inventado ellos) o que Ripollés haga una estatua esperpéntica inspirado en Paco Fabra, todo a costa de nosotros. Así es habitual que un Mariano Rajoy, como presidente de España, no sólo cuente con su retrato o retratos presidenciales colgados en varios edificios institucionales (y siempre firmados por los mejores, estaría bueno), sino que se puede montar una exposición digna del Museo Thyssen-Bornemisza con todos los lienzos que le han dedicado en cada uno de los cargos que ha desempeñado antes: su retrato como vicepresidente de la Junta de Galicia, el de ministro de Administraciones Públicas, el de Ministro de Educación (que por supuesto necesita un cuadro distinto, porque si no queda un hueco horrible en el pasillo del ministerio), también su retrato como ministro de Interior, el de la Presidencia, el de vicepresidente primero, y así hasta siete retratos en su honor, de siete épocas distintas (he visto galerías con menos), para su satisfacción personal y sin ningún beneficio para nosotros.
A nuestros políticos les gustaría ser las meninas de los siglos venideros. Que la gente se pasee por los museos del futuro y tenga que mirarlos a los ojos para disfrutar de las obras de los pintores de hoy. Eso sí que es una herencia, y no lo que dejó Zapatero. En este país hay suficientes retratos y bustos de políticos para llenar cinco Prados con sus sótanos.
El segundo problema es que, al final, el dinero se lo llevan los de siempre. El mecenazgo de las instituciones consiste en pagar a los que ya cobran mucho, no en dar una oportunidad a los recién llegados. El tercer problema es que los políticos se creen que esta es la única forma de promocionar las artes, cuando podrían hacerlo de muchas otras formas. Y mucho menos ególatras. El fusilamiento de Torrijos es un buen ejemplo de ello: fue un encargo del gobierno de Sagasta como recuerdo a la defensa de las libertades. Pero sería mucho pedir que los político de hoy le encargasen a Antonio López un cuadro del que podamos sentirnos orgullosos. A lo mejor es que no encuentran inspiración en nuestra historia reciente. La Transición, la lucha cívica contra el terrorismo, incluso el hartazgo del 15-M: para qué. Mejor cogen nuestro dinero y encargan sus retratos. Así sus vergüenzas se verán por los siglos de los siglos. Bien pensado, es un alivio que los cantares no tengan la popularidad de los años del Cid Campeador, o nuestros políticos les encargarían versos en su tributo a Marías o Vargas Llosa. La pintura sería sólo el principio. Lástima que no se les haya ocurrido antes.
No es la primera vez que los poderosos protagonizan los cuadros. El mecenazgo ha existido desde siempre, y sin él seguramente no contaríamos con obras claves como las de Goya o las de Velázquez. Por citar a dos entre un millón, porque antes o te pagaba el rico o no te pagaba nadie. Pero salir de una dictadura personalista y continuar con estas tretas de culto al poder, y a costa del dinero público, es imperdonable. Ni en un final de siglo XX ni mucho menos en el XXI. Los políticos, enamorados de ellos mismos, se han convertido en parodias de la maja desnuda a un precio elevadísimo para los españoles. Los pasillos y salones de las instituciones públicas se han llenado de retratos de presidentes de Gobierno, pero en este Prado de los Megalómanos también tenemos la planta dedicada a los retratos (o bustos, no se cortan con nada) de los ministros de Industria, y también el pasillo con los secretarios de Estado de Energía, y a poco que busques, encuentras la salita donde están inmortalizados los subsecretarios de los subsecretarios del departamento de bombillas incandescentes, todos ellos retratados por artistas con presupuestos que no se pagan con los impuestos mensuales de los empleados de una fábrica de tuercas.
Así es habitual que Antonio López pinte al exministro Álvarez-Cascos (los que mandan dicen que es la tradición, pero es que la tradición la han inventado ellos) o que Ripollés haga una estatua esperpéntica inspirado en Paco Fabra, todo a costa de nosotros. Así es habitual que un Mariano Rajoy, como presidente de España, no sólo cuente con su retrato o retratos presidenciales colgados en varios edificios institucionales (y siempre firmados por los mejores, estaría bueno), sino que se puede montar una exposición digna del Museo Thyssen-Bornemisza con todos los lienzos que le han dedicado en cada uno de los cargos que ha desempeñado antes: su retrato como vicepresidente de la Junta de Galicia, el de ministro de Administraciones Públicas, el de Ministro de Educación (que por supuesto necesita un cuadro distinto, porque si no queda un hueco horrible en el pasillo del ministerio), también su retrato como ministro de Interior, el de la Presidencia, el de vicepresidente primero, y así hasta siete retratos en su honor, de siete épocas distintas (he visto galerías con menos), para su satisfacción personal y sin ningún beneficio para nosotros.
A nuestros políticos les gustaría ser las meninas de los siglos venideros. Que la gente se pasee por los museos del futuro y tenga que mirarlos a los ojos para disfrutar de las obras de los pintores de hoy. Eso sí que es una herencia, y no lo que dejó Zapatero. En este país hay suficientes retratos y bustos de políticos para llenar cinco Prados con sus sótanos.
El segundo problema es que, al final, el dinero se lo llevan los de siempre. El mecenazgo de las instituciones consiste en pagar a los que ya cobran mucho, no en dar una oportunidad a los recién llegados. El tercer problema es que los políticos se creen que esta es la única forma de promocionar las artes, cuando podrían hacerlo de muchas otras formas. Y mucho menos ególatras. El fusilamiento de Torrijos es un buen ejemplo de ello: fue un encargo del gobierno de Sagasta como recuerdo a la defensa de las libertades. Pero sería mucho pedir que los político de hoy le encargasen a Antonio López un cuadro del que podamos sentirnos orgullosos. A lo mejor es que no encuentran inspiración en nuestra historia reciente. La Transición, la lucha cívica contra el terrorismo, incluso el hartazgo del 15-M: para qué. Mejor cogen nuestro dinero y encargan sus retratos. Así sus vergüenzas se verán por los siglos de los siglos. Bien pensado, es un alivio que los cantares no tengan la popularidad de los años del Cid Campeador, o nuestros políticos les encargarían versos en su tributo a Marías o Vargas Llosa. La pintura sería sólo el principio. Lástima que no se les haya ocurrido antes.
2 comentarios:
¡Por Dios! Espero que te equivoques y no crean que es forma de ayudar a las artes. Pensemos en positivo: estamos a tiempo de robarlos mañana en una estupenda hoguera de San Juan.
Es lo mismo de siempre: cuando sobra dinero se gasta en lo que sea. El problema es que ahora falta. Y es vergonzoso que se destine a eso. Lo que quiero ea olvidar la cara de Rajoy, no tener que verla por siempre jamás.
La Transición orgullo nacional? Ja! A mí me parece la patraña más grande, que bien podríamos titular " Cómo hacer creer que una dictadura se convierte en democracia." Lo demás genial.
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