La primera vez que leí una guía de viaje para un destino dictatorial me impresionó la ingenuidad de la introducción, una breve historia del país que concluía con la política de los últimos años: decía que el presidente (la cursiva es mía) recibió el respaldo del 99'91 % de los votos en las últimas elecciones. El autor se quedaba tan ancho. No lo llamaba dictadura y tampoco señalaba el fraude con el dedo. Me indignó que El País-Aguilar (¿o era otra editorial?) se prestase a una manipulación así, cuando la realidad, comprendí después, es que no se puede llegar a un régimen, ni siendo uno turista, con un librito en la mano donde se acuse al presi de dictador. Una guía está pensada ayudarte y no para meterte en un probleblón. El turista tiene que ser lo suficientemente espabilado como para comprender que un 99 % de apoyo en las urnas es exactamente lo mismo que no tener ninguno, una pantomima de poco nivel. Cualquier demócrata está obligado a sospechar de cualquier cifra que se acerque al todo.
La prensa alemana se hace eco hoy del fervoroso europeísmo español, con titulares como España: Europa es la solución, que no necesita más explicaciones. Es un hecho que los españoles nos sentimos cómodos en Europa y en la Unión Europea por extensión, seguramente por la idea de libertades que inspira. Estamos tan despegados de nuestra propia personalidad, de la que no podemos huir, que nos afanamos por acercarnos al resto del continente, aunque a la hora de la verdad nos gusta más nuestro modo de hacer las cosas y despreciamos su civismo. Europa nos encandiló con las inversiones económicas mucho más que con los reglamentos.
Europa ha sido una panacea para nuestros políticos: significa un grifo inagotable de dinero que malgastan por encima de sus posibilidades, sirve para echar la culpa de cualquier ley incómoda (si viene de Europa no se cuestiona. Se acata y punto) y las hace de cementerio de elefantes de los vejestorios de la maquinaria. Los inconvenientes de Europa los hemos conocido siempre, pero ha faltado esfuerzo por subsanarlos. Europa es y punto, sin enmiendas. Que PP y PSOE sean europeístas lo entiendo, pero que lo sean los nacionalistas, tan obsesionados como están en recuperar competencias, es de estudio psiquiátrico: los políticos tendrían que contarle a sus electores que la permanencia en Europa, tal y como Europa evoluciona, dista mucho del autogobierno que la tradición, los milenios y Dios les han dado. A lo mejor es que no se han enterado de qué va el proyecto.
Como un presidente que recibe el 99'91% de los sufragios, me preocupa un país donde el euroentusiasmo roza el pleno. De tanta confianza, parece estupidez. Por supuesto que la Unión Europea es un proyecto positivo y progresista, pero de ahí a entregarse sin condiciones hay un trecho que no podemos saltarnos. Existe un euroescepticismo radical que aboga por la inmediata salida de la institución como salvación para todos los males; ese sentimiento se debe debatir con argumentos y datos, a todas luces clarificadores. Pero tampoco es creíble y dice poco de la opinión de un país cuando no existe prácticamente ningún euroescéptico moderado, que no pretende la salida, sino la permanencia en condiciones mejores. Ahí caben tanto los que quieren una Unión Europea a medias tintas como los que creen que una Unión Europea que no es del todo democrática no merece que firmemos el contrato antes de leer las cláusulas.
Cuando uno lee los programas de los partidos que se presentan a las próximas elecciones del parlamento europeo descubre muchas propuestas que mejorarán la calidad de la democracia europea. Lo que es imprescindible es que estas propuestas trasciendan al debate público para que los españoles comprendan que la Unión, a fecha de hoy, no es ninguna maravilla, y que esconder sus defectos y ocultar el polvo no es el camino para su progreso. Un país que convoca un referéndum para una constitución europea que tiene el apoyo amplio de los partidos de antemano no debe gastar ni un céntimo en convocarlo; es ridículo, cuando luego no nos consultan para asuntos con opiniones mucho más divergentes.
Los políticos de los grandes partidos llevan años excusando la mediocridad de su gestión en las decisiones que vienen de Europa, pero pasan por alto que ellos participan en las decisiones. No tiene sentido que cada democracia nacional entregue competencias a unas instituciones que no son plenamente democráticas. No tiene sentido que votemos partidos nacionales a unas elecciones de carácter continental, porque tienden a los nacionalismos. Sí, también al español. Mientras nosotros votaremos con la incertidumbre de sí nos irá mejor con estas siglas u otras, en otros países, enfermos de euroescepticismo, los debates electorales sirven para poner en tela de juicio las decisiones de Europa y discuten la ruta a seguir para mejorar la institución. Pero a nosotros eso se nos queda grande. Desde que empezó la crisis no hemos hecho otra cosa que culpar a Merkel, como si las deficiencias de las instituciones de Europa no fuesen las auténticas responsables del golpe. El Golpe. Si de verdad Merkel fuese la responsable de nuestros males, Europa es más culpable todavía por no haberla parado. Engañaos o sonreíd. Esto no es la Unión Europea, no. Solo son veintiocho estados.
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