Aquella mañana en el bosque, cuando disparé a mi padre con la escopeta, quise morir.
El problema de pensar todo el tiempo es que acabo poniendo en tela de juicio hasta mi propia existencia. Creo que nuestra personalidad no viene determinada por la educación ni el ambiente, sino más bien por un puñado de acontecimientos clave que marcaron el rumbo de nuestras vidas en su fase más inicial. A partir de ahí ya somos. Y a medida que pasan los años, nuestra actitud ante todas las experiencias estará determinada por el carácter que se moldeó con esos momentos claves de la infancia. Los golpes son los que nos hacen, nada de la rutina. La rutina se sobrelleva con esa personalidad forjada a base de palos.
En el trabajo de averiguar todos los acontecimientos de mi infancia que determinaron quién soy, aquellos instantes culpables de mis obsesiones y flaquezas, de lo que me hace humano y deplorable, sólo consigo rescatar un puñado de recuerdos. Todos, sin excepción, componen el puzzle de mi personalidad y significaron para mí mucho más que asistir a este colegio o elegir entre esgrima o pintura. Algunos de estos hitos duraron unos minutos. Otros fueron cosa de años. El momento en que apunté con la escopeta y disparé a mi padre a la cabeza duró una milésima de segundo, pero su efecto impregnó mi futuro para siempre como la pólvora hace con la ropa. Se convirtió en una cruz hasta la muerte.
Era invierno, con todo lo invierno que puede ser el interior de España, y hacía frío, tanto que no podía contar las capas de ropa que me cubrían. Tenía doce años y acompañaba a mi padre a una cacería, una pasión que él llamaba deporte. Yo no sabía qué pensar. Había practicado tiro con latas y me había ganado algo de experiencia. Me movía más el interés de satisfacer a mi padre que mi propia motivación, pero tampoco quiero mentir y decir que ya entonces repudiaba la caza. En ese momento me era indiferente. Era una actividad con la que pasar el tiempo, como cuando leía o dibujaba. Sólo que en ésta había que matar y yo no había reparado en eso. Tampoco tardaría en advertirlo, pero de la forma más siniestra.
Aquel mañana de sábado cogimos el coche hasta una finca lejana en la que nunca antes había estado. Unos conocidos habían invitado a mi padre a la cacería, y yo iba en calidad de futura promesa de la cinegética. Era, en realidad, su trofeo antes del tiempo de disparar. Los demás tendrían que esperar a matar algo para presumir, pero él me tenía a mí, su benjamín cazador, con una escopetilla al hombro dispuesto a ser el primero en derribar una bestia. Era el cuadro familiar que todos deseaban en sus familias, el orgullo de un hijo dispuesto a continuar con tal ancestral tradición.
Dejamos los coches en un llano y nos cubrimos con chubasqueros especiales. No bastaba con despistar la lluvia, no; también había que camuflar a la Muerte. El grupo estaba compuesto por una decena de cazadores, sus perros y yo. A excepción de los animales, todos cargábamos nuestras armas al hombro y guardábamos los cartuchos en una tira de cinturón. La mía era una escopetilla, ligera pero capaz de matar. Alguno también llevaba cervezas y algo de comida, no fuese que la sangre atrajese el hambre, y el ambiente era de buen humor. Me preguntaban cuántas veces había ido de caza. Yo decía que casi era mi primera vez, y ellos sonreían porque lo que decía era bonito, un futuro cazador, qué puede haber más puro y hermoso y noble en este mundo de humanos. Los hombres hablaban de fútbol y de las piezas de la última vez. Tres perdices, trece, que qué barbaridad y quién las va a desplumar. Ninguno de ellos iba a hacerlo, por descontado, pero a quién le importan los preparativos de la cocina cuando el placer no está en comer sino en matar. Los diez hombres tenían lo mismo en mente.
Al rato de andar nos paramos entre los árboles. A quien no calló le mandaron silencio, y ahí esperamos los once junto a los perros, como si se pudiesen estar quietos, a que pasase algo interesante. Pasó media hora y un jabalí cruzó corriendo nuestro campo de visión antes de que nadie pudiese matarlo. Los hombres se frustraron y decidieron continuar con la caminata.
Yo me dedicaba a mirar, ilusionado con derribar mi primera pieza. El jabalí hubiese sido un estreno estupendo, pero tampoco le hacía ascos a un zorro, o a una liebre, o lo que fuese que se interpusiese en mi camino; no quería regresar a casa con las manos vacías bajo ninguna circunstancia. Seguimos el paseo por el bosque, con los perros corriendo y saltando a nuestro alrededor, mientras nosotros aguardábamos el Momento. Solo que mi Momento no sería el mismo Momento que el del resto. Ellos lo vivieron de una forma y yo de otra. Y lo que ocurrió me sigue atormentando cada vez que lo recuerdo.
De repente, una bandada de perdices que estaban unos pasos por delante advirtieron nuestra presencia y alzaron el vuelo. El ajetreo pilló a los cazadores por sorpresa mientras los perros ladraban de ansiedad, no fuese que los dejasen sin premio. Entonces yo, que estaba en la segunda línea de tiro, levanté mi escopetilla y apunté en dirección a las aves, y me congratulé de ser el más rápido, y disparé sin advertir que en mi campo de tiro, entre mi mirilla y las perdices, estaba la nuca de mi santo padre. Claro que para entonces yo ya había disparado y la suerte de mi destino estaba echada por los siglos de los siglos amén.
El mundo se congeló para abofetearme. Comprendí demasiado tarde mi error. Vi lo que estaba por ocurrir, y observé a mi padre muerto. Vi tanto en tan poco tiempo que no sé cómo un segundo antes no advertí lo que estaba a punto de hacer.
De todos los perdigones que puede contener un cartucho de escopetilla, todos, sin excepción, pasaron junto a mi padre sin tocarlo. No importó el rumbo desviado de los proyectiles, porque esa vez decidieron renunciar a la línea recta que los lanzaba contra mi progenitor. Él estaba a cuatro metros de mí y ni siquiera se giró para comprobar quién había dado el disparo, pero ahí estaba yo, muerto como al que dan muerte, en silencio, inerte en esa realidad mientras vivía nítidamente cada mundo paralelo en el que me convertía en el asesino de mi padre, el parricida de la escopeta, el huérfano que lo metió en la tumba.
El cazador que iba a mi lado se arrojó sobre mí y desvió la escopetilla, humeante, contra el suelo. Su rostro estaba enrojecido y me gritó unas palabras que nunca podré olvidar: «Has podido matar a tu padre», no sin antes insultarme y acusarme, no sin razón, de loco. Hay que escuchar esa sentencia dicha de corazón, parricida, para comprender la magnitud del incidente. No era un despiste cualquiera como quien olvida cerrar el gas o el que rompe el freno del coche. Si lo hubiese matado esa vez, escopeta en mano, jamás me habría convencido de mi inocencia. En una cacería nadie mata por casualidad. Te cargas alegremente tres liebres y dos perdices y pretendes convencerme de que lo otro fue un error. Ni yo mismo lo habría creído jamás. El parricidio es algo imposible de olvidar, y quien está a un milímetro de cometer uno, en el contexto más sospechoso de todos con un arma de fuego apuntando su objetivo, no puede enterrar jamás las pruebas del que pudo ser su último encuentro. Con papá. No podría haber sido peor.
Pero él siguió caminando con el resto, quejándose de las perdices que acababan de perder.
No volví a disparar en toda la mañana (de hecho, no lo he vuelto a hacer nunca más) pero las consecuencias de ese Momento que tanto pesa en mi vida no tienen que ver con mi aversión por las armas ni la caza. Que también. Se trata más del valor de las personas y nuestra absoluta fragilidad. De lo finitos que somos, en el sentido de fin. Pero sobre todo, es una cuestión de culpabilidad. De sentirme casi igual que si lo hubiese hecho, matarlo, y vivir esa tormenta interna desde aquella mañana hasta el día del juicio final. No puedo culparme sólo de lo que hago, sino de lo que podría haber hecho, porque si no se hizo no fue por mi gracia sino por la de la física de la trayectoria, también conocida como puntería-de-ciego-en-la-oscuridad. Yo maté a mi padre en cien de mis ciento una realidades. No se puede olvidar tanto así por así.
Hoy he llamado a mi padre para preguntarle la fecha de aquella ocasión que lo acompañé a cazar. Mi padre apunta todo, no sea que la memoria o el tiempo o mi cartucho lo borre sin avisar. Jamás me atreví a hablar de esto con él porque sentía la vergüenza del asesino, da igual que yo no quisiese herirlo y, sin embargo, él lo ha recordado todo por mí: «¿El día que casi me matas?» Hay secretos que nunca han sido tales, y cargas que jamás tendríamos que sujetar. Algunas preguntas se clavan más que los disparos. Pero a mí me persigue el fantasma de un muerto que yo no maté.