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Querido Oriol

No te he querido preguntar. Después de todo, tu decisión es muy privada. Tampoco te he querido condicionar: por eso te llamo Oriol, cuando tampoco es tu nombre. En realidad tú eres muchos. Y son muchos, demasiados, los que están sufriendo.
Estás harto de no poder protestar. De que cada vez que expresas un poquito (sólo un poquito) de malestar laboral, se te echen veinte encima al grito de «¡No te puedes quejar, que tienes trabajo!». Te lo han repetido tanto que casi te lo has creído. Lo de que mientras tengas nómina, te pueden hacer de todo. Has vendido tu alma y troceado tus logros con tal de no visitar el INEM.
La situación general te exige un esfuerzo adicional y tú debes darlo. No eres tanto: sabes que si no te empeñas más, peligra la empresa y por lo tanto tu puesto de trabajo. Quieres que vaya bien, aunque sea por simple egoísmo: mientras les vaya bien a ellos, te irá bien a ti. Sólo un estúpido sabotea su trabajo.
Pero en la cuerda entre lo que puedes dar y lo que pueden exigir, también debe existir un equilibrio. Hay empresarios maravillosos, que no necesitan ni hablar para convencer a sus empleados de lo delicado de la situación. Te pedirán más y tú estarás dispuesto a hacerlo. Pero también hay empresarios con menos escrúpulos que neuronas, y si tienes la desgracia de trabajar para uno de ellos, tu estrés será doble. Las leyes están para cumplirse y los derechos laborales para ejercerlos. Por supuesto, las obligaciones van de la mano. Y si alguien sobrepasa el límite de lo legal, no tienes por qué soportarlo con la excusa de la crisis. La ley ya consiente suficiente: no cedas todavía más. Te van a obligar a cumplir hasta la última letra del contrato y no te puedes negar. Ahora bien: no dejes que te coaccionen para ir más allá.
Cuando la esperanza está perdida y los empresarios sin escrúpulos se frotan las manos con cada reforma laboral (no porque vayan a cumplirla a raja tabla, sino porque van a avanzar tres pasos más de lo que dice la ley), hay más opciones que cruzar los dedos y rezar a todo el santoral. La huelga, por ejemplo, es un derecho básico laboral. Por rango, está hasta en la Constitución. Sé que nunca has hecho una y que no le faltan detractores, pero en ocasiones, y para nuestra desgracia, es una herramienta desesperada para expresar nuestra (valga la redundancia) desesperación. «¿¡Desesperación!? ¡Desesperados están los que están en el paro, no los que tienen trabajo!» Basta ya con esto. No quiero volver a oír esa frase jamás. Los trabajadores tenemos tanto derecho a quejarnos como siempre. Quizá más derecho que nunca, porque jamás se habían rebajado nuestros derechos tanto como ahora.
La huelga no la convocan los sindicatos de siempre, al contrario de lo que se cuenta en los corrillos. Pero sí, la secundan ellos, y nos caen tan mal como antes. No voy a defenderlos, Oriol, porque son indefendibles, pero sí apoyo la labor que realizan decenas de sindicatos españoles, que sin subvenciones ni cuotas de poder, son quienes de verdad se rompen el espinazo por el trabajador. Los sindicatos no son unos parásitos: los parásitos son unos pocos. Y de esos hay tanto en los despachos de los liberados como en la patronal. No es exclusivo de izquierdas o derechas. Tampoco la huelga es exclusiva de los de siempre. Tu apoyo es tuyo propio. El suyo, sólo de ellos.
Si no es por los sindicatos, quizá temas por las consecuencias en el trabajo. Por suerte, la Constitución te ampara: estate tranquilo, no pueden despedirte, ni amonestarte, ni siquiera mirarte mal por secundar una huelga (ni esta ni otras). Te restarán el sueldo equivalente al día, pero nada más. Si hay consecuencias, denuncia. Vuelve al día siguiente al trabajo y demuestra que eres el mejor trabajador, que no hay excusa para decirte pío. Pero a tu derecho a huelga no renuncies. Es enteramente tuyo.
Si no puedes permitirte renunciar a un día de sueldo, no temas, es tu decisión. Lo mismo que si no quieres hacerla. El derecho a la huelga es tan importante como el derecho a no hacerla. Si tienes miedo, haz lo que creas más conveniente. Si estás encantado con la reforma laboral, ficha con una sonrisa en los labios. Yo, desde luego, aplaudiré tu coherencia. Pero si estás harto y no quieres ceder ni un derecho más, no caben medias tintas. No vale el que la hagan otros. Ningún movimiento ha empezado con el inmovilismo. Si esperamos a que los demás lo hagan, no lo hará nadie jamás.
Oriol, tu decisión es tan libre como privada. Voy a hacer lo imposible porque todos respeten tu decisión, tanto si quieres ir a trabajar como secundar la huelga. Pero si quieres apoyarla, y sólo te para la duda de lo que harán los demás, no lo pienses más: hazla. Sé tú quien da el paso. Son tus derechos, no los de tus compañeros. Y si todos están esperando a que otro tome la decisión, nadie irá a la huelga pero todos tendrán la sensación de que han hecho algo mal. Haz simplemente lo que te pide el cuerpo. Que te importe un bledo lo que hagan los demás. Tanto si la hacen como si no.

«Libreros (v)»: Mercadotecnia en la librería


Puedes leer los anteriores capítulos aquí. Los comentarios tampoco le hacen daño a nadie.

El antropólogo sentimental

Una tribu indígena amazónica abandonó el anonimato por una noche para protagonizar un programa de máxima audiencia en la televisión holandesa. El sensacionalismo de la telerrealidad se cebó con su ingenuidad del mundo externo y los acusó de infanticidas ante todo el público neerlandés. Los salvajes matan a sus recién nacidos enfermos, dijeron. Ni vacuna del neumococo ni hostias. Cuando un indígena tiene un problema, corta por lo sano.
Tras la emisión del programa, las organizaciones en favor de las tribus amazónicas levantaron sus pancartas impresas en cartón ecológico para tumbar teorías. Los indígenas no matan a sus niños, respondieron. Quizá haya habido algún caso sin importancia, añadieron a media voz, pero nada digno de mención.
Mientras activistas y productores tratan de ponerse de acuerdo, el gobierno brasileño avanza una nueva ley que obligará a que las tribus amazónicas avisen a las autoridades sobre posibles embarazos de riesgo. Vivan en el más absoluto aislamiento, pero toquen la campanilla si el niño viene del revés.
No sé si la ley es la confirmación de que los indígenas no le echan demasiadas ganas a los partos difíciles o una simple cuestión de salud, pero el debate no está aquí. Los activistas aseguran que las tribus respetan los derechos humanos mientras que la televisión holandesa dice que tururú. No se trata de a quién creer, sino ¿podemos exigirle a un pueblo aislado el respeto por unos derechos a los que nadie ha invitado a redactar?
Brasil y todos los países donde todavía viven tribus indígenas cuyos contacto con el exterior se limitan a una visita pacífica en 1952 tienen una labor difícil: proteger la imperturbabilidad de sus ciudadanos (aunque estos nunca sepan ni que pertenecen a un país) al mismo tiempo que garantizar el respeto de la ley (y de los más básicos derechos humanos) en sus espacios. El trabajo se vuelve imposible cuando sus tradiciones contradicen, como ocurre a menudo, los principios del civismo. Ni qué decir cuando atentan contra la vida.
¿Tenemos derecho a inmiscuirnos en sus costumbres en pos de unos derechos que ni conocen ni les interesan? ¿Qué es más importante, proteger una vida o un pueblo? ¿Se debe evitar un infanticidio o cualquier tipo de asesinato allá donde evitarlo podría significar el fin de una cultura cuya única posibilidad de subsistencia radica en su imperturbabilidad?

El mejor escritor vivo del mundo

Hace poco, alguien me preguntó si incluiría a autores contemporáneos como Philippe Claudel o J.K. Rowling en las viñetas de La historia secreta de la literatura en cómic. La respuesta rápida es no, y por una razón muy simple: la serie sólo homenajea a escritores muertos. Sólo escritores muertos porque (en teoría), ha pasado suficiente tiempo para digerir su obra y declararla oficialmente literatura, aunque admito que con algunos como Corín Tellado fue más una broma que un homenaje sincero. Buenos o no, pero muertos a fin de cuentas.
En verdad, todo este tiempo he pensado en hacer una excepción. Hay un escritor vivo que creo, con toda la fe que permite una creencia, que es y será un auténtico hombre (y nombre) de la literatura universal mucho más allá de su muerte. Eso no se puede saber hasta que lo visite la parca, claro, sobre todo con los caprichos que tiene la historia: autores laureados que se olvidaron después de muertos (hay unos cuantos premios Nobel que hoy no tienen ningún libro traducido circulando, y son premios Nobel) y otros ignorados en vida que luego han hecho caja a sus herederos, a modo de reconocimiento póstumo que de nada sirve en el Parnaso.
Predecir los honores por los siglos de los siglos es muy complicado, y mucho más con tantas plumas escribiendo estos días. Pero si hay un autor vivo por el que apostaría un lugar relevante en los estudios de literatura de los próximos siglos, ese es el colombiano Gabriel García Márquez. Literatura viva. Algo que no se puede decir a la ligera.
No sé si Cien años de soledad es mi libro favorito, pero es una obra maestra desde la primera página a la última. Luego leí Crónica de una muerte anunciada y El coronel no tiene quien le escriba, que me gustaron pero no fue lo mismo, tú me entiendes. Ahora leo El amor en los tiempos del cólera, con Juvenal, Florentino y Fermina, y vuelvo a sentir lo mismo que con la leyenda de Macondo: literatura en estado puro. Como dijo A. hace poco, ya puedes abrir el libro por la página que quieras que cada línea está escrita por un maestro.
¿Crees que García Márquez ya ha pasado a los grandes de la literatura como Cervantes, Shakespeare y compañía, y todavía no ha demostrado tanto? ¿Hay otro autor vivo que pueda decir lo mismo? ¿Me olvido de algún nombre? No te olvides de comentar. Quiero saber cuánto me he pasado de exagerado.

Si pudiese abrazar a todos los gatos

Siempre hablaba de mi podio de videos favoritos de Internet, una lista requetepensada donde Las vecinas de Valencia ocupa el primer lugar (repito más sus frases que el tolkiniano) y Ayúdame-tengo-muchos-quehaseres se lleva la plata. Sin embargo, y aunque parezca obligado con un primero y un segundo, no tenía ningún tercer puesto adjudicado. Nada que estuviese ni remotamente a la altura.
Eso fue hasta que mis valencianos me presentaron a eHarmony. Y cambié de idea.
Supongo que los videos frikis de Internet, igual que los clásicos de la literatura, se miden por el poso que nos dejan mucho tiempo después de la lectura. Luego descubrimos que se trataba de una humorista, que todo era una broma y caímos como imbéciles, pero como imbéciles nos reímos.
La cosa empeoró cuando I., D. y R. me mostraron la versión musical. Desde entonces no podemos parar de cantar. Advertidos quedáis. Crea adicción.

Charles Dickens en «La historia secreta de la literatura en cómic (xi)»



El clásico británico está de bicentenario y es el protagonista de la undécima entrega de La historia secreta de la literatura en cómic. En anteriores capítulos: las hermanas Brönte, el genio Roald DahlJ.R.R. Tolkienel anónimo de El lazarilloAgatha ChristieJulio CortázarAntoine de Saint-ExúperyDante AlighieriLeón Tólstoi y Corín Tellado. Muy riguroso todo.

La muerte de Maude Flanders o el «statu quo» que se rompe

«Esta saga de libros ¿puede leerse al azar o hay que hacerlo de principio a fin?»
La pregunta se extiende a las series de televisión, cómics y demás, y no es ninguna tontería. Aunque ninguna tienda o catálogo las distingue en su distribución de secciones, lo cierto es que hay historias que no exigen ningún conocimiento anterior cuando uno las empieza por la mitad, y otras en las que si no se empieza por el principio, uno no entiende nada y acaba aburriéndose.
No se puede empezar Perdidos por la última temporada ni Harry Potter por el libro seis. Sí, sus autores han contado una historia concreta en cada entrega, pero dependen de un hilo argumental general que carga con la principal carga emotiva de la serie. Con cada final de episodio, los protagonistas se encuentran en un punto diferente a cuando comenzaron.
Eso no es un problema para las series (sea cual sea su medio, desde libro hasta televisión) donde prima el statu quo, es decir: donde al terminar el capítulo, todo vuelve a la normalidad inicial. Esto no sólo es posible, sino también muy habitual: es lo que ocurre con Los Simpson, Mortadelo y Filemón, C.S.I. y gran cantidad de éxitos contemporáneos. El arco argumental general se sacrifica por una trama diferente en cada capítulo, ya sean treinta minutos de televisión o un número de tebeo. Puede que los Simpson viajen muy lejos, pero volverán al 742 de Evergreen Terrace antes de que aparezcan los créditos. Da igual si Homer cambia de trabajo, Bart se mete en problema o Marge se desmadra: todo vuelve a la normalidad, al statu quo, antes del próximo episodio. Lo mismo sucede en muchas otras producciones de éxito.
Sin embargo, hasta los más tradicionales pueden romper la normalidad alguna vez, y que su statu quo se rompa en vistas a los próximos episodios. No siempre logran recuperar el estado normal, aunque los guionistas recurran muy pocas veces a ello. Hasta los Simpson han sufrido experiencias que han afectado a temporadas posteriores, y son unas cuantas: la muerte de la mujer de Ned Flanders, Maude, es un ejemplo de ello. También el romance entre el director Skinner y la señorita Krabappel o la conversión de Lisa al budismo, por citar unos ejemplos. ¿Se te ocurren más ejemplos?
También C.S.I. (en todas sus versiones) rompe en ocasiones la escala de crímenes para introducir romances entre los personajes que cambian la impresión «aleatoria» de la serie, y lo mismo ocurre con casi todas las historias que hacen del statu quo su bandera, un remedio para contrarrestar unos personajes que a veces resultan demasiado planos a fuerza de regresar siempre al estado anterior y fidelizar al público que las sigue desde el comienzo. Algunos siempre preferiremos las historias donde nada permanece, pero ¿no tiene su encanto volver siempre al principio y, más aún, romperlo en alguna ocasión especial? Mi mala memoria me impide recordar otras rupturas del statu quo de Los Simpson y otras series, pero seguro que se te ocurren a ti. Recojamos entre todos esos momentos en que los guionistas rompieron su propia norma. Esta vez sí te toca comentar.

Diccionario tolkiniano - español para principiantes

Aunque nunca me he considerado un fan de El señor de los anillos, lo cierto es que el imaginario de Tolkien me ha aportado más expresiones que todos los cursos de la ESO juntos. Esta es sólo una iniciación para los que en ocasiones me escuchan localismos de la Tierra Media y se sienten más perdidos que Gollum en una visita a Tifanny's.

La sensibilidad de los unos

Las monjitas del convento San Carlos Borromeo en Chicago están que trinan: acaba de abrir un local de striptease junto a su casa espiritual. Las hermanas, después de agotar las cuentas de los rosarios y encomendarse a Dios misericordioso para que acabe con semejante exhibición, se han entregado a los medios para denunciar el hecho y forzar, en virtud de esposas del Señor, el cierre del local prohibido. Hay cosas que no se pueden construir. Y si se construyen, que no se vean al salir al balcón.
Quizá el problema está en que las monjitas se creen con derecho sobre el lugar. Suyo no es el número diez de la calle: suya es la calle y la ciudad. Un convento necesita tranquilidad. No tienen suficiente con sus metros cuadrados, que ahora también quieren ordenar la vida de los demás. Una stripper hiere su sensibilidad. Me dirán cómo. Nos hemos vuelto locos si reconocemos el derecho a unas religiosas, fontaneros, abogados o editores a decidir qué negocios se construyen a su alrededor.
La sensibilidad es un tema peliagudo. Nadie puede cambiar lo que nos duele, pero nos equivocamos si pretendemos determinar a los demás en calidad a razón de nuestros sentimientos. No hace falta ir hasta Chicago para encontrar insensibles e insensibilizados: nuestro país está lleno de casos diarios. Empresarios que se hacen publicidad en medio de manifestaciones de parados. Diputados que no aplauden a muertos. Yernos que hablan de llegar a fin de mes mientras desvían fortunas a Belice. El último ataque a nuestro buena sensibilidad popular ha sido la posibilidad de elegir el 11 de marzo para convocar una manifestación contra la reforma laboral. Mientras los sindicatos se ponen de acuerdo, políticos y víctimas (algunos políticos y algunas víctimas) se echan las manos a la cabeza. «¡Insensibles! ¡El 11 de marzo es un día de mucho dolor!»
Por supuesto que lo es. A nadie se le escapa lo que significa la fecha, ni tampoco olvida su golpe mortal. Pero de ahí a bloquear el día para cualquier otro evento posible, aunque no tenga nada que ver, hay una línea que se llama sentido común. Los manifestantes no van a gritar a favor de Osama bin Laden ni solicitar responsabilidades para el que mandó desguazar cada vagón. Los manifestantes sólo quieren exigir lo que creen que es suyo, estén o no equivocados, y el 11 de marzo les parece un día tan apropiado para hacerlo como el 4 de marzo o el 1 de abril. Si las víctimas se sienten dolidas se siente, pero esa no es la intención. También les duele a las monjas el local de striptease, y le duele a la mayoría de habitantes de Lizarza que la bandera española ondee en la plaza mayor. El dolor es tan íntimo como controvertido.
El mundo no se viene abajo cuando la libertad gana a la emoción. A veces necesitamos un empujoncito para abrir los ojos y comprender que no es tanto dolor, que las rencillas y prejuicios tienen poco que ver con el sentido común. Muchos españolitos vieron la elección del 20 de noviembre para las elecciones (valga la redundancia), efeméride generalísima, como una maquiavélica provocación. Sin embargo, cuando ese día fuimos a votar a las urnas, nadie se acordó de semejante insensibilidad. Será que no era para tanto, como todo lo demás.