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J.K. Rowling se pasa a la literatura infantil (Mi crítica de «The Casual Vacancy»)

Me niego a que se coloque a J.K. Rowling a la altura de los Dan Brown, Stephenie Meyer o John Boyne. Los puristas literarios (que hablan con la misma autoridad de libros que de bricolaje, fútbol femenino o repostería) no soportan que un best seller tenga calidad. Son una especie muy rara, porque al mismo tiempo se lamentan de que las obras que más les gustan no se reconozcan más allá del endogámico círculo intelectual. Por eso reivindico Harry Potter siempre que puedo: porque creo que es una obra de calidad. No tendrá la pluma de un Gabriel García Márquez, pero es que esa no la tienen la mayoría de autores encumbrados de esta parte de siglo y sin embargo tampoco pueden desarrollar una trama ni la mitad de elaborada que la del niño mago. Si literatura es estilo y trama, Rowling dio una lección tan sobresaliente de lo segundo que podemos perdonarle no ser una maestra en lo primero. Pero eso tampoco significa que fuese mala.
La escritora inglesa ya había demostrado con creces su talento con Harry Potter, pero le quedaba la prueba más difícil: la vida después de Hogwarts. Cuando anunció la publicación de una novela para adultos titulada The Casual Vacancy, no pude contener la emoción. Por supuesto que quería verla en otros ruedos, y una obra realista en un pueblo inglés no podía pintar mejor. Con su saga, Rowling no sólo probó su talento con el género fantástico: el misterio era un elemento más importante que la magia, y era un don que podía explotar con cualquier tipo de libro.
Qué cosas, el lanzamiento de su nueva novela me pilló de retiro espiritual en el campo sin una librería en kilómetros a la redonda (ni de libros en castellano ni mucho menos en inglés). Como no quería que nadie me contaminase la lectura, hice router con el móvil, lo subí a las alturas para captar cobertura y descargué el archivo digital en el Kindle. El mundo rural ya no tiene excusas para no leer, ni yo para perdérmelo.
Leí The Casual Vacancy sin presión. Esquivé las reseñas y avancé hacia el final sin más impresiones que las mías. No puedo decir que estuviese libre de prejuicios, porque hay siete novelas para recordármelos, pero juro que procuré leer el libro sin comparaciones ni expectativas. Me dejé sorprender. Sin embargo, a medida que avanzaba capítulos me convencía cada vez más de que la autora había patinado con una novela simplona y pretenciosa. No comprendía cómo alguien con una mente tan lúcida (como debía de tenerla para encajar el puzle de Harry Potter) podía escribir algo tan ambicioso y a la vez tan tonto. Porque The Casual Vacancy tiene un punto de partida prometedor, con su consejo local que necesita suplir un escaño, pero se inmola en la ejecución y cae en un patetismo que no puede ser obra de un genio. Mientras leía, tomaba nota de los fragmentos que más me llamaban la atención. Ahora repaso mis anotaciones y hay muy pocas que sean fruto de la sorpresa o la admiración. La mayoría de apuntes que hice son frases ridículas o situaciones inverosímiles: adolescentes que citan a Nietzsche como quien comenta Gandía Shore, malos dispuestos a todo por arruinar a su oponente, excluidos sociales que son siempre pan bendito y privilegiados que son los malos, sumado a una distinción de izquierdas y derechas que se traduce en el bien y el mal, sin grises, que es más propio de un predicador de comuna que de alguien con dos dedos de frente. La novela aspira a aglutinar todos los problemas sociales (drogadicción, madres adolescentes, educación, sanidad, adolescencia rebelde, homosexualidad, trastornos mentales, xenofobia, acoso escolar, conflictos de pareja) pero no abarca bien ninguno.
La novela también hace trampas de autor. The Casual Vacancy apoya la trama en que todos saben hackear webs, hasta el que nunca ha visto un teclado, y trata la moral como si fuese un episodio de Barrio Sésamo: o están conmigo o contra mí. Rowling no crea personajes, sino caricaturas, y sus Howards y Ruths, a pesar de vivir en la Inglaterra actual, son pura ficción. El error principal de Rowling es que no se conformó con contar una historia y quiso dar una lección moral. Supongo que, de paso, también demostrar que la fortuna no la ha cambiado. Por desgracia, esa obsesión por adoctrinar no le sale igual en la novela que cuando escribe una tribuna para The Telegraph o The Independent. La autora se olvida de que la sutileza es un arma mucho más potente que el discurso frontal. Irónicamente, J.K. Rowling escribe su libro más infantil cuando quería hacer el más adulto. La trama es compleja y cuenta con un buen abanico de personajes, pero lo ejecuta todo de tal modo que el globo se desinfla enseguida mientras el lector observa el desarrollo con preocupación. Tenía los ingredientes adecuados. Las cantidades es lo que falla.
A pesar de todo, The Casual Vacancy toca la fibra y obliga a reflexionar. Incluso con todos sus defectos, algunos personajes sobresalen y hay subtramas para quitarse el sombrero. El libro aprueba, aunque no llega al notable y el sobresaliente se le queda lejos. El problema de The Casual Vacancy es que tiene pretensión de obra maestra y se estrella en el intento, pero aún así es capaz de destacar sobre otras obras de autores contemporáneos que se mueven en géneros similares y que a pesar del éxito, nunca han hecho nada especialmente brillante. Rowling por lo menos lo ha intentado, pero en el camino hemos comprobado que la primera que no se puede librar de su pasado es ella. The Casual Vacancy es la obsesión de una rica por demostrar que no se olvida de los desfavorecidos, y también la de una escritora para público juvenil que creyó por error que escribir para adultos es añadir sexo y muchas palabrotas. Estaré atento a lo próximo que escriba. Yo no lo compararé con Harry Potter: espero que para el próximo libro, ella también se haya desprendido de sus propios lastres.

Una visita a mi Otro Colegio

Hace unos días recibí un e-mail del colegio donde estudié secundaria y bachillerato. En él, la «dircom» (parece una palabra sacada del diccionario de neolengua) me invitaba a mí y al basto de su base de datos a disfrutar del «lipdub» que habían realizado curas, alumnos y profesores. Un espectáculo audiovisual escolar, vaya, para el precalentamiento de los Óscar.
Lo primero que pensé fue en qué momento se me ocurrió darles mi dirección: tengo una alergia severa al correo no deseado. Lo siguiente que hice fue cerrar el e-mail y olvidar el asunto. El video me producía una curiosidad insana, pero más insana es mi empatía con el ridículo ajeno, y estaba convencido de que un «lipdub» escolar (algo parecido a un «flashmob», pero para gente con menos talento) me iba a dejar tocado. Esta alergia no es sólo para los demás; jamás he podido verme en un video durante más de dos segundos. Lo del «lipdub» es por extensión, que no se lo tomen como algo personal.
Sin embargo, J. me escribió unas horas después un e-mail colectivo con el mismo video como asunto, y un par de amigos respondieron a los pocos minutos comentando la pieza de arte. Ya no podía esquivar el tema a menos que me sacasen de la cadena, y ya he gastado el comodín de «eliminadme de aquí» con varios grupos de chat de WhatsApp en lo que va de año. Mi ogro tenía que morderse el labio y verlo si no quería que lo sacasen de la esfera social para siempre. Me armé de valor, eché los prejuicios fuera y le di a play.
La experiencia fue lo más parecido que he vivido a un viaje por universos paralelos: porque lo que veía en el video era mi colegio, sí, donde pasé tan buenos ratos. Pero el colegio ya es es colegio, sino  school, y la cámara se movía entre decenas y decenas de rostros completamente desconocidos. De pronto se cruzaba el bedel, figura insigne del colegio (ahora school) desde tiempos inmemoriales, o con algún profesor que sólo reconocía si congelaba la imagen, igual que un fantasma de Íker Jiménez, aunque la historia me recuerda más al de las navidades pasadas. Lo de los alumnos fue peor: tuve la sensación de ver el Otro Colegio, que está en la Otra Valencia (la de la realidad alternativa), porque esos chicos que van a mi colegio (ahora school) visten otro uniforme, llevan corbata (¡yo no sé ni hacerme el nudo!) y se parecían siniestramente a nosotros, pero sin ser nosotros. Más a mis amigos, porque yo, aquí y en los universos paralelos, me negaría a salir en «lipdub»; si mi yo alternativo se presta es que no soy yo, así que me quedo más tranquilo. Y lo peor de todo no fue el cambio de nombre, ni los rostros de la realidad alternativa. Si algo me convenció de que mi colegio ya no existe, es que ni siquiera es el mismo edificio. Se han mudado. Han cogido los bártulos y se han marchado a otro lugar, lejos del original, y ese en el que están ahora era como una película nueva para mí. Igual que si lo hubiesen reconstruido en un plató de cine sin ningún tipo de documentación. No, no y no. Cuando terminó el video, ya lo tenía completamente asumido: mi colegio (mi segundo colegio) ha desaparecido para siempre de la faz de la Tierra.
Sentí una nostalgia terrible. Adiós a las gradas donde charlábamos de tantos temas sin sentido. Adiós a las aulas sin calefacción, a los techos con goteras. Adiós a la tienda de Flora, al «pablo reina es idiota» en la pared y a la biblioteca que jamás abrió sus puertas (bien pensado, esto no es ninguna pérdida). Supongo que es un adiós a una parte de mi adolescencia. Nuestro recuerdo no vale nada (comprensiblemente) cuando se puede especular con los terrenos de un colegio y llevarlo a otra parte. Lo entiendo, pero no esperaba que un inocente «lipdub» me diese una bofetada de realidad detrás de otra.
Siempre que pasaba junto a mi guardería con G., mi amigo más antiguo, le decía que teníamos que visitarla. Hace unos años desapareció y la transformaron en una academia de idiomas. Supongo que los alumnos del curso Business English no habrán tenido a bien conservar los erizos de barro y goma que hicimos hace veintitrés años. No los culpo.
También conservo muchos recuerdos del colegio donde estudié primaria. Durante una época tuve tantas ganas de volver que desde entonces es mi sueño más repetido (y da igual que hayan pasado catorce años desde que me marché). Se conservaba bastante bien, pero S. me contó hace días que han cambiado el patio de infantil. Adiós al recreo en la azotea. Más cambios. Más distancia de nuestros recuerdos.
En realidad el «lipdub» no estuvo tan mal. No tenía nada que ver con el colegio donde estudié, pero era divertido y tenía a mis amigos para comentarlo. También está ahí G., para las historietas de la guardería. Y al resto de amigos para las anécdotas del colegio de primaria (y todavía nos reímos mucho con ellas, demasiado). Creo que me confundí al principio. El patrimonio de recuerdos no es algo material, algo que tenga que estar ahí para cuando quieras volver y recrearte en tu memoria, un cementerio para nostálgicos. Que las cosas cambien es lo más natural, aunque luego no las reconozcas. Por más que he comentado estos cambios con unos y otros, nadie se sorprendía demasiado. Y entonces, tonto de mí, comprendí que entre todo lo que podía conservar de estas tres épocas, de la guardería y de los dos colegios, me quedé con lo bueno. Lo hablaba con ellos y no caí hasta después que eran lo mejor que a uno le puede quedar a su paso por la vida: las personas. Los amigos con los que hablo hoy igual que cuando tenía cinco años, quince y veinticinco. Mis recuerdos de cada época no tienen que ver con muebles ni paredes, y tampoco tendrían ningún sentido sin ellos. Visto en perspectiva, no está tan mal. Qué idiota fui: de qué me servirá a mí que mi guardería siga siendo una guardería, o que mi colegio esté donde antes. Si puedo reírme de eso con mis amigos, que recuerdan cada detalle mucho mejor que yo, me doy por satisfecho. Aunque cada habitación se hubiese conservado hasta el más mínimo detalle, estaría vacía sin nosotros. Y nosotros ya no estamos para esas cosas.

La demorrancia

Lo siento por los franquistas que no han visto el cambio de siglo: si llegan a vivir un poco más, hubiesen disfrutado con este regreso incontestable a la dictadura. La del final, esa que defiende el sector más blando; la del lecho de muerte.
La de Rajoy es una dictadura legal porque la Carta Magna no se hizo a prueba de gerifaltes. No hay constitución, ley, reglamento ni manual de piscina pública que comprometa a un político a lo más básico en cualquier pacto democrático: que cumpla su palabra. El programa electoral, vaya. Hemos confundido los sujetos: se creen que los elegimos a Ellos, cuando lo que votamos son las Ideas. Si aparecen sus nombres en las papeletas es porque llevan un proyecto bajo el brazo. Si quisiésemos carta blanca, votaríamos en blanco, no sus listas.
Nos hemos vuelto locos si aceptamos con naturalidad (y de esto hace mucho tiempo) que se salten sus promesas a la torera. Ni siquiera nos sorprende. Admitimos la mentira como trampolín a un cargo institucional, como si este lo pagase el tonto de un país vecino. Y ellos, todos, comparten el juego: a ninguno le conviene pedir que el otro rinda cuenta de su programa, porque hasta el que menos sabe que no es más que papel mojado para atizar a la oposición durante la campaña. Un brindis al sol, porque los proyectos de verdad salen a la luz cuando toman posesión y se sientan en sus butacas.
¿Quiénes se han creído que son? ¿Por qué creen, por qué les hemos dejado creer, que los elegidos son Ellos y no sus Ideas? Nos da igual si se pasan cuatro años contradiciendo cada promesa del programa, pero seríamos capaz de prender fuego al único político que cumpliese si pidiese una semana más de legislatura para llevar a cabo su última propuesta. Si no nos tomamos en serio a nosotros mismos como votantes, cómo nos van a tomar ellos. Entre las miles de promesas de los partidos, no hay una que garantice cumplir con lo dicho. Necesitamos urgentemente una ley que obligue a los partidos a cumplir con un mínimo de su programa, ¡sólo un poquito!, que es lo que pide un desesperado. Que el programa electoral, razón de gobierno, no sea un mero trámite, sino una exigencia a la que atenerse. Quien no pueda cumplir, que convoque elecciones. Y la ley del programa electoral (porque no nos conformamos con su palabra. ¡Hasta a eso hemos llegado!), la necesitamos más de lo que necesitamos un techo de déficit o un mínimo de mujeres u hombres en las listas: la exigencia del cumplimiento del programa es lo único que nos puede salvar de las dictaduras bisiestas, estas que se votan un día cada cuatro años, pero que desoyen al pueblo durante el resto del tiempo. El asunto es de extrema gravedad, de credibilidad democrática. Los españoles nos dimos por satisfechos cuando cayó el régimen y se abrieron las urnas. Pero mientras que cada materia ha tenido su progreso y evolución lógica durante casi cuatro décadas, los políticos que gobiernan no han hecho nada por mejorar la calidad de la democracia. Está en el mismo punto que al poco de morir Franco: ni la madurez del sistema ni los nuevos tiempos les han hecho pensar que la democracia también necesita sus arreglos y que podemos aspirar a una mucho mejor. Se dan por satisfechos con la que nos «dieron» en los setenta, pero esta está podrida y caducada. Si las leyes cambian constantemente ¿cómo han podido dejar que la democracia se quede en una fase estanca, sin abrir listas, sin comprometerse con lo que dicen, sin respetar los principios más básicos de la teoría? ¿Cómo nos conformamos con una democracia hecha para un país que todavía tenía al Generalísimo de cuerpo presente, una democracia pobre de país en transición? Que me digan una medida, sólo una, que se haya hecho por mejorar la democracia en todo este tiempo. ¡Ni una puñetera! Como si la de entonces fuese para contentarse.
Poco o nada nos distingue de la España que vio a Franco agonizar, contando las horas para que muera el líder. Los españolitos de entonces sólo podían confiar en que fuese pronto, mientras que nosotros sabemos que la muerte del presidentísimo será en la próxima cita electoral. Hasta entonces, atan y desatan a su antojo, en contra de nuestra voluntad. De la mía y de la de los peperos. Esto es una dictadura, por muy legítimos que hayan sido los medios para sentarse en el trono. Les importa un rábano lo que opinemos tú y yo. Uno no puede pedirle más a un dictador fascista, pero que un presunto demócrata llegue al poder con promesas que sabe irrealizables y que después desdiga hasta los apellidos es inaceptable. El poder legislativo está en manos de un régimen que no reconocen ni sus votantes. Si alguien siente nostalgia por aquella dictablanda, que le siente bien esta demorrancia.

Crónicas Salemitas ha vuelto

Tenía que volver. No me refiero al blog, que en realidad nunca se había ido; siempre estuvo aquí para quien quisiese revisitarlo. Hablo de mí: tenía que volver, porque llevaba demasiado tiempo callado. Tenía que volver a sentarme delante del ordenador, a poner los dedos sobre el teclado, a liberarme de todo lo que se me pasa por la cabeza, dar forma y ordenar mis ideas antes de que se pudriesen en mi cabeza. Tenía que reanudar esta terapia, que es lo que ha sido siempre, para encontrarme mejor conmigo mismo. Tenía que hacerlo porque no sé hacer otra cosa.
Hace casi un año, y con motivo del quinto aniversario de Crónicas, decidí que el mejor modo de celebrarlo era darme un descanso. Total: tampoco es que os fueseis a perder entradas geniales. La idea me pareció brillante y muy de mi estilo: cuando todos esperaban una gran novedad en el blog, yo lo haría desaparecer. Como quien elige la fiesta de su cumpleaños para volverse invisible y echarse a la fuga. Es algo que hay que hacer por lo menos una vez en la vida.
Ni siquiera puedo decir que haya descansado durante los nueve meses de parón. He escrito mucho, muchísimo. Para el blog (tengo un puñado de entradas en el cajón que irán saliendo poco a poco), pero también para mí, el motivo oculto por el que quise desconectar Crónicas hasta nueva orden. Durante este tiempo tampoco he podido quedarme callado, y he dibujado una buena cantidad de viñetas que he publicado en Facebook y Twitter. He recurrido a las redes cuando no he podido contenerme a más, pero me ha sabido a poco.
Yo no sé explicarme en ciento cuarenta caracteres. Me quedo en lo superficial, y así no hay quien se explique. Lo mismo cuando leo al resto: hay más titulares que nunca, pero los contenidos de verdad han bajado preocupantemente. La gente no desarrolla sus ideas: solamente lanza tuits al aire, y no hay ni rastro de explicaciones. Aunque parezca un bicho raro, yo no puedo pensar con tanta síntesis. Me quedo corto con poco espacio. Durante estos nueve meses me he sentido asfixiado en un medio que no es el mío, Twitter, mientras que constantemente echaba en falta mi hábitat natural, el blog. Por eso vuelvo a Crónicas y reivindico una plataforma de opinión que no puede caer en el olvido. Los argumentos de verdad necesitan tiempo y espacio. La brevedad para quien la quiera, pero yo me quedo aquí, sin restricciones, con ganas de protestar y de recibir golpes. En eso ha consistido siempre.
Sin embargo, el hábitat no es el mismo. Es imposible marcharse tanto tiempo y que las cosas estén igual al volver. Crónicas Salemitas ya no vive en la sabana africana, sino que esta vez nos lleva hasta la selva de Madagascar. No sé qué lugar es más salvaje, pero tenía necesidad de viajar. De explorar. Cuidado con los animales. Toda la animación es obra del inimitable Vito, que la ha programado de tal forma que funciona hasta en un iPhone (entra al blog si lo estás leyendo desde un lector externo). También añadió algunos trucos para irritar a mi otro yo, pero eso ya lo descubrirás cuando juegues un poco con los dibujos.
Bienvenido una vez más a Crónicas Salemitas. Gracias por volver.