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Dónde estoy ahora mismo


La crónica a la vuelta. Algunas pistas vía @el_croni.

Libreros (vii): Un libro y una rosa

Más entregas de Libreros aquí.

La verdad sobre @EstherVilla

Hace cinco días, en una librería cercana a la calle Princesa, se me acercó una joven treintañera a la que no había visto y a la que, sin embargo, tuitconocía desde hacía tiempo.
—Soy Esther —dijo a modo de presentación. Esta vez le bastaron los ciento cuarenta caracteres de siempre. El círculo se cerró por fin. El fantasma huyó de Twitter, tomó cuerpo y se paró ante mí para verme la cara. Esther Villa, @EstherVilla, tenía todo el derecho del mundo a ponerme contra las cuerdas. Porque el origen de nuestra historia es una broma que se me fue de las manos y que tenía como objetivo la mujer que vino hasta el centro de Madrid a buscarme.

El origen se cuenta en tres partes:
La primera, que hace tiempo decidí no seguir a nadie en Twitter (y ya expliqué mis motivos en Tengo un Twitter pervertido. Un año después me reafirmo palabra a palabra).
La segunda parte es una contradicción con la anterior, pero se explica de un modo sencillo: me encanta reírme, aunque sea con el motivo más estúpido del mundo. Durante un tiempo, cuando mi lista de seguidos estaba en blanco, recibí la misma petición de varias personas: «Sígueme a mí. Como no sigues a nadie más, me subirán un montón los followers». Yo me remitía a la entrada anterior y les decía que de ningún modo, que abrir la veda significaba abrirla con todos, y que eran unos ingenuos tremendos si creían que yo tenía la más mínima influencia para hacer crecer los seguidores de nadie. ¡Ja! ¡Ya quisiera! Pero seguían con lo mismo y fue entonces cuando decidí tumbar su teoría con una demostración práctica: seguiría a una sola persona y le daría toda la publicidad posible. Cuando los demás comprobasen que mi followeado seguía siendo el anónimo de antes, se cansarían y no me pedirían nunca más que los siguiese. El problema estaba en a quién seguir y por supuesto, mis amigos estaban automáticamente descartados (si yo no quiero tuitear cuándo estoy en este restaurante o aquel cine, ¿cómo iba a retuitear a un amigo que lo dijese por mí?). Tenía un buen puñado de seguidores a quien elegir, pero no sabía por quién empezar. La mayoría de mis lectores vienen de HarryLatino, el propio y blog y, últimamente, como consecuencia de viñetas políticas. No me entusiasmaba la idea de elegir entre ninguno de los sectores. Guardé mi proyecto en el cajón por unos meses más.
Entonces llegó diciembre y la presentación del último disco de La Casa Azul. H. y yo fuimos hasta la sala Sirocco a escuchar los nuevos temas, nuestro sitio era horrible y yo maté un minuto tuiteando una foto del escenario en la que no se veían ni las zapatillas de Guille Milkyway. No sé si La Casa Azul fue trending topic o si lo fue el compositor, pero en ese concierto había una persona con curiosidad por leer lo que tuiteaban los demás. @EstherVilla leyó mi tuit (creo que dije algo así como «Es el único concierto que me quedaba por ver»), le gustó y me followeó. @EstherVilla no había llegado a mí por ninguna web en la que participo. Estaba en blanco sobre mí. No había visto nada que pudiese contaminarla. Era la persona perfecta a la que followear, justo lo que yo estaba buscando.
Primero la seguí. Después (por si nadie se había dado cuenta) manifesté públicamente que era la única persona a la que seguía en Twitter y, a partir de ahí, respondía prácticamente a cada cosa que escribía y retuiteaba todos sus tuits. @EstherVilla no necesitó mucho tiempo para comprender que algo pasaba pero ¿qué podía hacer? ¿Lo mío podía considerarse acoso cibernético? ¿Era conveniente denunciar a la Guardia Civil?
Nada de eso. @EstherVilla no sólo se tomó con naturalidad toda la atención que le dedicaba, sino que aportó su nota de humor: si yo estaba de broma, ella no se iba a quedar de brazos cruzados. Estaba desconcertada, pero no desaprovechó la ocasión. Demostró tener lo último que le hubiese pedido a mi víctima, humor. Y yo no podía estar más agradecido. Si la broma hubiese molestado, tendría que haberla frenado en seco.
Durante semanas, @EstherVilla fue el centro de todas mis atenciones. Leía cada uno de sus tuits, aconsejaba a todo el mundo que la siguiese (por cierto: sus followers crecieron muy poco. Teoría demostrada) e iba descubriendo poco a poco rasgos de su personalidad. Su aspecto era un completo misterio guardado detrás de su avatar. Supuse que vivía en Madrid, pero no podía confirmarlo.
Luego la dejé de seguir y seguí mi broma por otros lares. Primero seguí a todos los David que encontré, después a nadie, y por último me pasé a la @masaenfurecida, con quienes sigo. Pero @EstherVilla no me traicionó y sigue leyéndome hasta ahora. Es una fiel retuiteadora y admito que entro a menudo a leer lo que escribe por lo-que-fue.
Cuando publiqué mi versión de Pulgarcito, sabía que llegaría el día de presentarlo. No tenía ningún interés hasta que caí en una posibilidad: con un poco de suerte, @EstherVilla se animaría a venir a la presentación y podría conocerla. Sin embargo el acto no se hizo con el lanzamiento, me metí en mil líos y olvidé mi vieja aspiración. Mi deseo regresó la mañana del acto, cuando mi vieja followeada escribió que «a lo mejor» vendría. Desde ese minuto mi atención estaba en la puerta de la librería, esperando verla.
Durante toda la sesión con los niños creí que era una mujer joven sin compañía. Podía dar el perfil. Además, cuando me pidió que le dedicase el libro, no le pregunté su nombre, sino para quién era. Carmen podía ser su sobrina, ella tenía que ser Esther. Estuve a punto de escribirle una broma junto a la firma.
No era ella. Esther Villa, la misteriosa @EstherVilla, llegó al terminar la función. Mis testigos comprobaron que es cierto, que existe, que no en ningún alter ego que me he inventado para la red como se insinuó. Era auténtica y encantadora, una valiente por ir hasta la librería y presentarse, una mujer con mucho sentido del humor y buena conversación. No habría encontrado una opción mejor.
—Soy Esther —dijo a modo de presentación.
Esta es la verdad sobre @EstherVilla.

Libreros (vi): De coreanadas y pollos

Los salemitas mexicanos y los niños incómodos

México me preocupa. No es la única región del mundo en conflicto, pero dentro de mi cabeza, en la que el mundo se divide entre los países hispanohablantes y los que no, una nación con más de cien millones de habitantes ocupa un puesto principal. Ya escribí una vez ¿Qué cojones pasa en México? y me sirvió de desahogo. También sirvió para que los lectores mexicanos, los salemitas mexicanos, dijesen las cosas como las ven, sin más filtro que su propia percepción de las cosas, y lo que describieron me puso los pelos de punta: corrupción, guerra silenciosa, desesperante conformismo y al final un atisbo de esperanza.
Está en manos de México cambiar y ojalá pudiésemos hacer algo por ayudarlos. Desde aquí todo mi apoyo, aunque las palabras sirvan de poco contra el enemigo al que se enfrentan. Aunque sea por concederse un último suspiro de paz y dignidad, merece la pena el esfuerzo. Igual que merece la pena ver el video incómodo de a continuación. Dediquémosles cuatro minutos de nuestra atención. No es ni una millonésima parte de lo que se merecen.

La mención prometida

No os vayáis a pensar que me paso el día hablando del blog. De hecho, procuro incordiar lo menos con el tema, porque las pocas veces que le digo algo a alguien al respecto me salta con un «Ya lo he leído en tu blog» que me deja desarmado. Está bien. Lo acepto. Por eso estoy acostumbrado a que la gente que me rodea no entre a Crónicas Salemitas aunque les vaya la vida en ello: porque así puedo discutir con ellos los temas que escribo en el blog sin miedo a que me digan que ya saben lo que opino. Procuro sacar ventaja a las adversidades.
Existe otro prototipo de lector: el que se cree que todas las entradas van referidas a él. A ver, no es que pequen de egolatría, sino que les gustaría salir de vez en cuando, como cuando me refiero a mis amigos con las iniciales o los dibujo en las viñetas. Y de toda la gente que me rodea, ninguna es tan insistente como C. Esta vez ni siquiera voy a emplear una inicial. Voy a llamarla por su nombre, al menos como yo la llamo cariñosamente. Me refiero a Cheles, mi hermana.
Cheles había oído hablar alguna vez de mi blog, pero no se interesó por él en sus casi cinco años de vida. Fue hace unos meses, y sólo porque una amiga le pidió que le recordara la dirección, cuando no le quedó más remedio que llamarme y preguntarme, no sin cierto fastidio, cómo era la web. Esta amiga recordaba que el blog estaba bien. Mi hermana había sobrevivido toda su vida sin conocer Crónicas Salemitas y pensaba mantener su rutina inalterable.
(Los que sí visitáis el blog desde el principio os estaréis relamiendo porque cuento una anécdota privada. Ya puedo escribir mil entradas de política, literatura, música o viajes, que ningunas os entusiasman tanto como las de mi vida personal. Os doy por perdidos).
Sin embargo, esta vez Cheles sí visitó el blog y empezó a cogerle el gusto. De repente me llama para preguntarme qué he fumado que me riñe por burlarme de sus ídolos de la infancia. No todo son broncas: también me escribe entusiasmada porque le ha gustado un artículo y se lo recomienda a todo el que la quiera escuchar. Hace unos meses tuvimos una conversación surrealista por un artículo que ni siquiera recuerdo:
Cheles: Me ha encantado la parte en la que me mencionas.
Yo: ¿Que te he mencionado yo? (risas) Me temo que te equivocas. No me refería a ti con esas iniciales.
Cheles: Claro que sí, tonto. Soy yo. Estoy convencida.
Yo: Cheles, a ver cómo te explico esto sin herir tus sentimientos: contaba una anécdota en la que tú no estabas ni tienes nada que ver, así que es imposible que me refiera a ti. ¡Por no mencionar que las iniciales son de otra persona!
Cheles: ¿¡Tanto te cuesta mentirme y decirme que soy yo!? ¡Así estoy tan contenta! Pero no, el señorito tiene que decirme la verdad, claaaaaro, no va a mentirme aunque sea por darme satisfacción y me mencione aun de mentira en su PUÑETERO BLOG. (La última frase tiene bastante de mi invención, pero me gusta imaginar que golpea la mesa con el teléfono para cortar la comunicación).
De todas las dificultades a las que me he enfrentado como autor de este blog, contentar a mi hermana está entre los puestos más altos. Antes ni se le ocurría entrar; ahora lee hasta la última coma e invita a sus amigos a que lo hagan. Por no mencionar las indirectas y directas diarias para que la dibuje, ya sea en persona, por teléfono, mensaje privado o WhatsApp. «Quiero mi dibujo para Navidad.» «Quiero mi dibujo para Reyes.» «Quiero mi dibujo para Fallas.» «Joder, Pablo, ¡QUIERO MI DIBUJO YA!» Yo le digo que Crónicas Salemitas tiene lectores muy raros y que lo mejor es que nadie sepa de su existencia (seguro que por sus diálogos os habéis imaginado una quinceañera pero no, qué va. Cheles es unos cuantos años mayor que yo) pero no se da por vencida. Es tan cabezota como yo.
Aunque me haga el duro y todas esas cosas, no os vayáis a pensar que no la quiero. Estos días, además, la he recordado a cada momento porque leía uno de sus libros favoritos, basado también en una de sus películas favoritas: La princesa prometida de William Goldman. Sé que hace años que me lo recomendó pero la ignoré de la misma forma que ella ignoraba el blog. Además, leerlo hubiese supuesto saltarme una de mis LEYES BÁSICAS DEL LECTOR, la que prohibe leer un libro después de ver la peli. También pensé que su devoción por el libro era más consecuencia de haberse criado en los ochenta que por auténticos méritos literarios. Eso por no mencionar que los gustos de mi hermana no tienen nada que ver con los míos y pensé que hacerle caso hubiese supuesto, lo admito, rebajarme.
Lo que pasó es que en febrero cumplí los veinticinco y nadie hizo ni caso de mi petición (qué digo: ley) de no hacerme regalos. Y mi hermana no me regaló un libro, qué va, como no lo hizo la mayoría. Tuve que oír una vez más esa frase manida que me saca de quicio: «Es que como tienes tantos libros me pareció que te gustaría otra cosa.» Yo sonrío con educación y acepto los calcetines, pisapapeles o macetas de rigor. Lo que me gustaría decir es: «Si tengo tantos libros es porque me gustan y adoro que alguien piense: "¡Oh! ¡Adoro este libro! Se lo voy a regalar." Pero en su lugar me regaláis calcetines. Si me gustasen los calcetines tendría muchos, ¿es que nadie se da cuenta? Quizá sería la única forma de que nadie me regalase unos aburridos calcetines porque, mira por dónde, pensaría eso de: "Es que como tienes tantos calcetines me pareció que te gustaría otra cosa." y quizá, con un poco de suerte, me regalaría un libro, que es lo que de verdad me hace ilusión.» Por eso mi ley de no hacerme regalos.
Sin embargo, en mi último cumpleaños alguien acertó. D., S. y N. no sólo me regalaron un cedé de música que no he parado de escuchar en mes y medio, también me dieron un libro. Y ese libro, bingo, fue La princesa prometida. Antes de que mis prejuicios diesen la alarma, S. se explicó: «Es un libro que cualquier persona tendría que leer.» (también dijo más cosas pero no vienen al caso).
Le di una oportunidad. Por un lado, el único antecedente de leer el libro después de la peli no había estado nada mal. Y segundo, pero no menos importante: es que ni siquiera estoy seguro de haber visto la película de principio a fin. De hecho, cada vez estoy más seguro de que no. Así que no tenía excusa para no leerlo.

Lo que escribiría a continuación sería una apasionada crítica del libro de Goldman, un relato de aventuras que ya he empezado a regalar (prueba de lo mucho que me ha gustado. Otros libros que suelo regalar son Matar a un ruiseñor, Las uvas de la ira o Luces del Norte porque no es tan fácil que la otra persona los haya leído, pero La princesa prometida tiene el plus de que además transmite un buen rollo que no tienen los demás). Lo recomendaría aquí y seguiré recomendándolo por mucho tiempo, y prestaré más atención a los libros que me sugiere Cheles, pero prefiero no perder ni un minuto más así. Porque esta, después de todo, es una entrada prometida y a mi hermana no le interesa tanto lo bueno que es Goldman con la pluma sino que yo la dibuje de una vez. Por eso, hermana, este dibujo es para ti. Aunque no le importe un comino al resto:

El asunto argentino

Hasta ayer, un promedio de cuatrocientos argentinos leían Crónicas Salemitas cada mes. Me temo que después de esta entrada, serán algunos menos.
Muchos dirán que no tengo ni idea. Que quién me he creído. Que sus soldados eran muy jóvenes y sufrieron como condenados, pues condenados estaban de antemano cuando los milicos los sirvieron en bandeja de plata a la Dama de Hierro. Estoy preparado para escuchar más críticas de un lado que otro, porque a los proargentinos les hierve la sangre cuando suena el asunto, pero al resto, que son muchos más, les importa un bledo el malestar de los primeros y muy seguramente no se molesten ni en terminar de leer el artículo. No los culpo. Lo de las Malvinas no da pie a demasiados matices.
La película en tres actos: las islas Malvinas (las Falkland en inglés) pertenecen a los británicos desde hace dos siglos. Antes sale un tráiler con españoles yendo de aquí para allá, pero no se quedan por mucho tiempo. Los británicos administran la isla ininterrumpidamente durante siglo y medio. En este tiempo eligen gobiernos, fundan colegios y hasta montan clubes de lectura y teatro; el giro de la película llega en 1982, con la repentina invasión argentina. Los militares que gobernaban el país necesitaban un golpe de efecto y eligieron esta entre las tres opciones más atractivas para subir en popularidad. Las opciones descartadas: a) invertir en I+D+I hasta resucitar a Evita y b) prohibir la marcha al Barça de Maradona; la tercera escena de la película tiene un montón de efectos especiales y cuenta con la aparición estelar de Margaret Thatcher, quien tampoco estaba en la cumbre de la popularidad en su país y que, como los milicos, hace de la Malvinas su balón de oxígeno para quedarse en el poder. La primera ministra envía a su ejército hasta las islas, bombardean a los argentinos, estos salen por patas y fin de la historia. Los créditos de la película se intercalan con escenas felices del día a día de los malvinenses, muy british todos ellos.
La película tiene sus versiones, claro, y también sus defensores y detractores. Muchos argentinos odian a los británicos (y muy especialmente a su ex primera ministra) por su actuación. Muchos del resto, o sea, los ciudadanos del mundo que no somos argentinos en el pasaporte, creemos que Reino Unido no sólo ganó: es que tenía que ganar.
Quien hable de fuerza desproporcionada, olvida que Argentina invadió en una situación de superioridad unas islas que no podían defenderse por sí mismas. Lo que no imaginaban es que los británicos pondrían toda la carne en el asador para que la balance cambiase a su favor, pero eso no los convierte en unos santos. Ni a los británicos tampoco, porque pudieron conformarse con una retirada y atacaron sin pudor. Pero qué queréis que os diga. Me parece horrible que Thatcher mandase bombardear unos barcos que huían. Pero era una guerra, en una situación de crisis, y esa situación de crisis con su guerra la habían provocado los militares argentinos desde el principio hasta el final. No hace falta ponerse de su parte sólo porque sean compatriotas: aquí no se nos caen los anillos por evidenciar los ridículos que hizo Franco en política internacional. También somos muchos los españoles los que consideramos ridículas y patéticas las reivindicaciones que cada gobierno de la nación hace de Gibraltar. Si a nuestros políticos se les ocurriese invadirla lo criticaría exactamente igual. Sí, aunque perdiésemos la guerra. Sí, aunque matasen a diez mil inocentes soldados españoles abandonados a su suerte. Seguiría siendo una invasión y Reino Unido tendría todo el derecho a defenderse. Lo mismo si algún dictador tiene la ocurrencia de invadir Ceuta, Melilla o las Canarias. No vale invadir y lamentarse después.
Sé que es un asunto de mucho dolor para muchos argentinos. Que incluso para los que no apoyaron la guerra, o no la apoyarían de ocurrir ahora, significaron demasiadas muertes por demasiado poco. No pretendo ofender a nadie. Mal por lo que hizo Reino Unido. Pero seamos objetivos y reconozcamos la verdad: mucho peor fue la actuación de Argentina, que se vio con derecho a rehacer los mapas del mundo moderno con argumentos de militar. La historia es historia cuando podemos mirar nuestro pasado sin sentir la menor pasión.

Franz Kafka en «La historia secreta de la literatura en cómic (xii)»


Con el escritor checo de lengua alemana Franz Kafka llegamos al duodécimo capítulo de La historia secreta de la literatura en cómic. En anteriores entregas: las hermanas Brönte, el genio Roald DahlJ.R.R. Tolkienel anónimo de El lazarilloAgatha ChristieJulio CortázarAntoine de Saint-ExúperyDante AlighieriLeón TólstoiCorín Tellado y Charles Dickens.