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No es que «Friends» no vuelva

Pertenezco a la (multitudinaria) generación Friends. Recuerdo ver los capítulos a mediodía, en una televisión minúscula, y discutir con mis hermanos sobre quién era el más insoportable del grupo (la incógnita se reducía a Phoebe o Joey. Yo apostaba por este). También recuerdo las noches de los domingos, cuando Canal+ estrenaba episodios nuevos y nos tragábamos los especiales previos, porque hace nueve años la idea de descargar series por Internet era inimaginable y apenas existían comunidades fans con las que intercambiar espóilers. Todavía descargábamos la música con Napster, con eso lo digo todo. Y recuerdo la emoción del episodio doble final, cuando conocimos el desenlace de cada uno, y la sensación de nostalgia absoluta en el momento en que los personajes dejaron las llaves de la casa principal en la encimera y abandonaban uno a uno el decorado más famoso que ha dado una serie de televisión. Aún hoy, casi una década después, se me ponen los pelos de punta al recordar el barrido a cámara lenta del salón vacío, para siempre, porque Friends no iba a ser Friends nunca más. Supongo que una de las virtudes del guión, además de ser muy divertido, es que nos metió en la ficción y los hicimos nuestros amigos.
Con un producto tan redondo que terminó más por cuestiones presupuestarias (¡y sin efectos especiales! Pura nómina de reparto) que de audiencia, es normal que no paren de salir rumores para el regreso. Con el décimo aniversario a la vuelta de la esquina se multiplican, y los creadores no quieren jugar a la doble decepción. Por eso sale Marta Kauffman (¿cuántas veces vimos su nombre en los créditos?), cocreadora de la serie, y desmiente que vayan a volver. Pero las declaraciones de Kauffman no terminan ahí, sino que van más lejos cuando explica: «Friends era sobre una época de tu vida en la que tus amigos son tu familia, y cuando después formas una familia, ya no hay necesidad». No es que los chicos de Friends no vuelvan, sino que para la creadora, prácticamente han dejado de existir como tal.
Las palabras de Kauffman llevan días dando vueltas a mi cabeza. De pronto me he descubierto siendo mucho más fan de la serie de lo que creía (estaba en la media de la Escala Fan) y preocupado por replicar a una verdad dolorosa: cuando creas una familia, renuncias a tu vida anterior.
Me preguntaba qué habría sido de Chandler, Monica, Rachel, Ross, Phoebe y Joey. ¿Se verían con los niños corriendo debajo de la mesa? ¿Sus conversaciones se transformarían en aburridos intercambios sobre pañales y vacunas, o mantendrían su esencia sin renunciar a la paternidad? ¿Seguirían siendo amigos, en resumen, o se transformarían en simples colegas que se reúnen de tanto en tanto, como en un aniversario de graduación?
Seguí pensándolo y comprendí que los destinos de los personajes de ficción no me importaban tanto. Estaría bien saber qué ocurrió diez años después, no lo niego, pero me da exactamente igual. Lo que me ha hecho pensar durante toda la semana es la declaración de la creadora y asumir esa losa en mi vida. En la de todos. En la de los que todavía estamos en esa juventud en la que los amigos son vitales, y que imaginamos que lo serán por siempre jamás. Muchos nos criamos con una idealización de la amistad alimentada por Friends, y ¡oye! no nos ha ido tan mal. La vida demuestra que se puede, que da igual la distancia o el tiempo, que tus amigos están ahí. Por eso, cuando Friends esa una figura tan idealista de la amistad, que la creadora te diga que se-acabó te cae como una jarra de agua fría. Y te lleva a preguntar: «¿Me ocurrirá a mí también? ¿Se acabará cuando crezcamos y formemos nuestras propias familias?».
Nunca sabes las vueltas que da la vida. Ni cuál es la experiencia de Kauffman para llegar a esa conclusión. Quizá sus amigos no eran tan buenos como los de su serie. O quizá dentro de quince años, cuando pase el tiempo, reciba una llamada y retoma una amistad que nunca debió abandonar. Quién sabe: quizá nos espera una madurez aburridísima, o distinta con sus virtudes y defectos, y recordemos esta época de nuestra vida, con amigos tan valiosos, como algo que fue bonito mientras duró. Pero no me lo creo. Prefiero pensar que nuestra historia de amistad no terminará aquí. Que nuestros hijos no sustituirán a nadie y serán nuevos personajes de nuestras vidas, fichajes de temporada (que se quedan para siempre). Si no, que me expliquen el «I'll be there for you».

El cobarde Mo Yan no habla

(c) Peter Lyden
España tiene un problema a la hora de encasillar a sus hordas. Si siete millones de españoles son capaces de gritar y lloriquear como animales durante la final de la Copa del Rey, nadie se sorprende por ello. Tampoco los miramos raro. Pero si yo estoy delante del ordenador siguiendo en directo desde Suecia el anuncio del nuevo premio Nobel de Literatura, con la misma expectación que sienten otros en el penalti del final, el friki soy yo. A mí que me presenten al tonto que decide las varas de medir.
La última vez, el portavoz pronunció un nombre que no recordaba haber escuchado jamás: Mo Yan.
Corrí a buscar en Internet y descubrí que sí conocía uno de sus libros, Grandes pechos, amplias caderas, aunque no lo había leído. Recuerdo que me llamó la atención cuando se publicó, pero no le presté más atención. Los otros títulos de una colección influyen, y la narrativa de adultos de la editorial Kailas no me decía nada. También tenían autoayuda. Una vocecita de mi cerebro mandó el dato al contenedor y no volví a caer en Mo Yan hasta que lo proclamaron nuevo premio Nobel. Maldición. Da rabia que te pillen sin haberlo leído.
Ya sé que los premios son lo que son, pero al Nobel todavía le tengo respeto. No es que esté de acuerdo con todas sus decisiones (Hemingway, ¿por qué tú?), pero algunos de mis escritores favoritos lo han ganado, como John Steinbeck, Gabriel García Márquez o José Saramago, y también otros a los que admiro mucho, como Heinrich Böll o Camilo José Cela. La de los Nobel es una lista reducidísima, y si bien no tienen por qué ser necesariamente Los Mejores, es raro que sean escritores malos.
Me decidí a leer algo de Mo Yan cuanto antes. Cuando la prensa empezó a cargar tintas contra él, me entraron más ganas todavía. No sabía a quién creer: unos lo acusaban de comunista y otros de luchar contra el régimen. El comentario más inteligente se lo escuché a su editor español: «Para opinar hay que leerlo». Y a eso que fui.
Leí Las baladas del ajo. Más bien, lo devoré; tuve una de esas sensaciones que sólo te da la lectura; viajé hasta la China reciente por el precio de un libro, y conocí una visión del país que no te cuentan en las películas. Disfruté con la pluma de Mo Yan (aunque más hubiese disfrutado si la traducción fuese directamente del chino, y no del inglés, como comprobé después). Aprendí muchísimo sobre su cultura (como que en China, el apellido va primero y el nombre de pila después. He necesitado veinticinco años para descubrirlo, ya sé que no tengo perdón), y me sorprendió con qué libertad escribe el autor sobre el régimen. Porque entre las muchas críticas que recibe Mo Yan es que es cobarde con el régimen, cuando no simpatizante, pero la realidad de la novela es otra: no pasa por la política de puntillas, sino todo lo contrario. La misma trama de Las baladas del ajo deja en muy mal lugar a su administración, con unos representantes que mandan plantar ajo a toda una región y que después se desentienden de la sobreabundante cosecha. La cosa se lía con razón.
Encantado con la primera lectura, y convencido de que me queda mucho buen Mo Yan por leer, continué con Rana. No tenía más elección: es el único título que Kailas ha traducido directamente del castellano, porque para leer una traducción del inglés, la leo en inglés y punto, yo que puedo. Esta vez, el cobarde Mo Yan tampoco evita las cuestiones espinosas y centra la historia en un tema sobre el que el régimen tiene mucho (o todo) que decir: la planificación familiar, es decir, la prohibición de tener más de un hijo por pareja.
El cobarde Mo Yan mete el dedo en la llaga. Y lo fascinante no es que patalee al gobierno de su país, no: lo mejor es que reparte por igual. Mo Yan muestra a miembros del Partido que son unos absolutos fanáticos, y tampoco ahorra tintas para políticas injustas o estúpidas decididas por los de arriba. Pero lo que escuece de Mo Yan, si es que algún detractor lo ha leído, es que entre los miembros del Partido también hay gente buena, y justicia, y sentido de la honradez. No hay blancos ni negros. Los enemigos de China querrían que Mo Yan escribiese cuentos de hadas con ogros que son comunistas, pero él lo hace un poco mejor. Los miembros del régimen preferirían que obviase cualquier detalle de corrupción en el sistema. Mo Yan es en realidad y seudónimo y significa «no hables». Quizá no hable mucho, pero sí escribe, y lo hace con conocimiento de causa y desde la razón. De lo que le gusta y de lo que no. Me gustaría escuchar lo que Mo Yan tiene que decir, pero si su opinión está en los libros, creo que ya lo sé (después lo he conocido mejor con una entrevista y se ha confirmado lo que creía: o sea, que sus libros no engañan en nada). Podría contártelo en una línea, lo que necesita el jurado del premio Nobel para describir los méritos de cada premiado. Pero te lo pongo mejor: léelo. Después, y no antes, opina.