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Cormoran Strike no es Harry Potter (Mi crítica de «The Cuckoo's Calling», la novela negra de Rowling-Galbraith)

Fotografía © @el_croni
Estábamos advertidos: J.K. Rowling aireó su intención de escribir novela negra desde mucho antes de que Harry se enfrentase contra lord Voldemort en su duelo final, y a ninguno de los lectores de entonces podía sorprendernos. Siempre he pensado que la saga que vivió lo hizo más por las tramas de misterio que por la magia. Si Rowling podía manejar el suspense de ese modo en Hogwarts, qué no podría hacer con detectives.
Tampoco hemos sido unos linces para descubrir a la autora que se escondía bajo el seudónimo de Robert Galbraith. The Sunday Times se enteró por el tuit de la-amiga-de-la-mujer-de, una cadena de cotilleo digna de peluquería, pero tendríamos que haberlo deducido con un simple vistazo a la web del agente literario de Rowling: Galbraith y ella comparten representante y editorial, y de él se omitía la foto y se destacaba como un misterioso escritor de policiaca. Uno pensaría que blanco y en botella, pero tuvieron que irse de la lengua para que nos enterásemos. Todo menos unos buenos detectives.
The Cuckoo's Calling, la primera novela negra de J.K. Rowling, va precisamente de eso: de buenos detectives. O por lo menos de uno en particular, Cormoran Strike, protagonista indiscutible de este libro y de los que vienen. Sí, tendremos saga. Lo que está por ver es si Rowling (perdón, Galbraith) tiene un arco argumental cerrado, a lo siete cursos, o si durará mientras a la escritora (perdón, escritor) le apetezca.
Como no tuve la lucidez para descubrir The Cuckoo's Calling en sus meses de incógnito, tuve que esperar a la filtración para conocerlo y comprarlo. No soy lector de novela negra, pero cuando has leído todo Harry Potter (y cuando digo todo me refiero a mucho más que los siete libros. Si yo os contara) y la novela casi infantil The Casual Vacancy (porque no toma a los lectores por adultos), no te puedes hacer el indiferente con un nuevo lanzamiento de Rowling. Hay que leerlo para opinar, ya sea para bien, mal o regular. Y eso hice.
The Cuckoo's Calling es una novela decente. Con un estilo cuidado y una trama absorbente, nos traslada a un Londres de altos vuelos (Londres, que no Edimburgo. A pesar de ser escocesa de adopción, a Rowling le sigue tirando Inglaterra para sus novelas. No me digáis que Hogwarts está en Escocia, porque no se menciona ni una sola vez en los siete libros. Publicidad cero). Sin ánimo de destripar, la historia gira alrededor del presunto suicidio de una top model de familia bien. El caso llega hasta Cormoran Strike, un detective con un pasado muy interesante pero con un presente más bien caótico. Un investigador con una vida personal desastrosa: ya sé lo que estáis pensando. Pero Cormoran tiene un perfil cautivador, que sumado a Robin Ellacott, su nueva secretaria eventual (no se puede permitir pagar a una indefinida), crea un tándem que es el peso fuerte de la novela. Robin es el contrapunto de Cormoran y un personaje imprescindible, el otro pilar sobre el que se apoya el libro. Prometida con un contable, se encuentra trabajando de casualidad en lo que siempre soñó en secreto de pequeña: una agencia de detectives.
Como toda saga que se quiera considerar tal, Cormoran Strike (supongo que tendremos que llamarla así, porque Cormoran y Robin suena a superhéroes) necesita de filones argumentales a medio y largo plazo y de otros que concluyan en la misma entrega. The Cuckoo's Calling tiene de todo, pero cuando uno lee la última página, se queda con la sensación de que el plato fuerte está por venir. El caso del primer libro merece un aprobado, aunque la atención decae a medida que se resuelve. No es tan brillante como uno podría esperar de Rowling (es un cumplido, no un ataque) pero llega al notable. El panorama que se atisba para las próximas entregas, sin embargo, promete mucho: los cabos sueltos del primer libro, los misterios por resolver (y muy bien colocados para quien espere la segunda o novena parte) y, en definitiva, la relación entre los personajes, trabajada a fuego lento por quien supo mantener una tensión sexual infantil y adolescente durante siete libros: puro mérito.
El primer libro de la saga me ha dejado buen sabor de boca, y puestos a elegir, prefiero que me gusten los personajes al caso, porque este termina aquí, mientras que a ellos seguiré viéndolos (o leyéndolos) en los próximos años. The Cuckoo's Calling no se parece a Harry Potter (le falta un poco más de inteligencia, un final de los que te quitas el sombrero. No lo hay) y ni a The Casual Vacancy (tiene menos literatura, pero sin ciertas escenas patéticas de los vecinos de Pagford). Es, como las otras, una lectura en la que merece la pena pararse. Y muchos, como yo, descubrirán las virtudes de la novela negra con Cormoran. Si Harry enganchó a una generación a la lectura, Galbraith puede hacer lo mismo con un género a veces considerado de segunda. Habrá que estar atento a la segunda parte para opinar de la saga con propiedad. Porque Rowling será Galbraith, pero Cormoran no es Harry. Gracias a Dios.

Crónica de un viaje a Japón: Tokio (i)

Después de décadas recibiendo japoneses en nuestras tierras (los eternos «chinos», aunque sean nipones de pasaporte), con flujos eternos de turistas asiáticos recorriendo la Ciudad de las Artes o interrumpiéndome el paso en la acera de Cibeles, llegó la hora de cambiar las tornas y conocer a nuestros amigos en su ambiente, en el país del sol naciente. La ocasión lo merecía: un vuelo casi low cost en la mejor temporada del año: la flor del cerezo. O unos días después, vale, pero de todos modos nunca me han entusiasmado las flores.
Casi todo el mundo quiere visitar Japón alguna vez. A mí me llamaba desde hacía años, y eso que de pequeño no me dejaban ver Bola de dragón y tampoco me empapé de Humor amarillo. Sin embargo, me moría por ir. Será la literatura, los (pocos) mangas que he leído, el cine que no acabo de entender o su comida con la que sí me entiendo mucho, pero Japón me atraía. La ocasión llegó de pronto y la aproveché.
A pesar de la poca antelación con la que organizamos el viaje, tuvimos en cuenta algunos consejos que debes seguir si te animas a visitar el archipiélago. Me fie (e hice bien) de los foros de viajeros, donde nos sugirieron itinerarios para los pocos días que estábamos en Japón. Pasamos de los lugares frikis más emblemáticos (ninguno de nosotros podía considerarse otaku o mangaka ni remotamente), que ocupaban el 90% de cualquier ruta propuesta; eso nos dejaba tiempo para visitar los sitios verdaderamente interesantes. Le quitas horas a los edificios de jugones y cómics y te queda muchísimo para disfrutar del otro Japón. Un Japón que también mola. El Japón que yo quería.
Uno de los consejos más importantes que me dieron fue comprar una JR Pass. Se trata de un billete de tren que, durante un periodo determinado de tiempo, te permite viajar por prácticamente toda la red ferroviaria de Japón. Es un billete exclusivo para turistas extranjeros, que rentabilizas a los pocos viajes y que (atención) sólo puedes comprar fuera del país. Si esperas a llegar allí para hacerte con la JR Pass lo llevas claro. Primer consejo: comprar la tarjeta en cualquier agencia de viajes autorizada. La JR Pass, además, permite viajar por varias de las líneas de metro de Tokio (la red subterránea se la reparten entre distintas empresas, un lío). Si encima eliges un hotel que esté cerca de una, te ahorrarás un pellizco en transporte urbano. Lo otro que es aconsejable comprar antes de viajar a Japón es la entrada al Museo Ghibli de Hayao Miyazaki. Seguramente puedas hacerlo en la misma oficina turística donde te vendan la JR Pass. Esto es importante, porque el museo no vende entradas en la taquilla, y para conseguirlas en Japón tienes que entendértelas con un cajero automático de nosequé compañía de banco.
Esta es una máquina expendedora SENCILLA.
Las había hasta con dolby surround.
Pero volvamos al viaje. Al momento en que aterrizó el avión. Una vez nos hicimos con las maletas y validamos nuestra JR Pass (la sacas en Madrid, pero la validas al llegar a la oficina correspondiente del aeropuerto de Tokio), tomamos el metro hasta el primer hotel. Ya en el andén se notaba que Japón es muy distinto a España. Incluso en algo tan elemental como una máquina expendedora de comida, parece que nos lleven un siglo de ventaja. Nada de un panel con diez botoncitos a combinar para comprar un KitKat: las máquinas expendedoras japonesas tienen pantallas táctiles que ya querrían la mitad de casas españolas, con sus videos de publicidad y animaciones a cada segundo. Una de las primeras cosas que comprende uno cuando llega a Japón es la afición que tienen a los monigotes-mascota para cualquier situación. En España cuesta imaginar una mascota tipo Pocoyó para una marca de fregonas o para explicar cómo hacer una cola en las taquillas del Prado. En Japón está a la orden del día.
Con muchas dudas (yo era el encargado de buscar la ruta al hotel, y lo había dejado para el último momento) llegamos hasta Kōtō, el barrio donde dormiríamos. Al día siguiente partíamos a Kioto, y la primera parada en la capital era circunstancial. Como la estancia completa la haríamos a la vuelta, decidimos probar una experiencia fuerte para empezar: una noche en un hotel cápsula. Elegimos el Tokyo Kiba Hotel, donde por un ojo de la cara pudimos dormir en el espacio más pequeño de nuestras vidas.
Para mi alivio, acerté con la ruta de metro. Llegamos al hotel (un edificio estrecho junto a una carretera elevada, un paisaje de diez) y tuvimos nuestro primer conflicto lingüístico. En la oficina de la JR Pass del aeropuerto nos habíamos entendido más o menos bien, pero con dificultades. Al llegar al hotel cápsula descubrimos (y lo confirmaríamos varias veces al día hasta el final) que si los japoneses de a pie saben tan poco inglés como los españoles, los japoneses que trabajan con el turismo saben todavía menos que los nuestros. No lo hubiese imaginado en la vida.
Llegué a mi cápsula con reservas. No me siento cómodo en los espacios cerrados (todavía recuerdo cómo tuve que dar media vuelta cuando me proponía entrar a las tripas de una pirámide de Giza. Y sólo había dado tres pasos...), y la idea de dormir en una especie de cajón-congelador no me seducía en absoluto. Sin embargo, las cápsulas tienen una cortinilla de mimbre en vez de puerta, de modo que nadie puede encerrarte. La desventaja es que pierdes mucha intimidad, pero así es imposible sentir claustrofobia. El hotel contaba con decenas de cápsulas en fila, con pasillos larguísimos lleno de celdas a doble altura. Si las cortinillas tienen que amortiguar el ruido de un pasillo repleto de viajeros, la experiencia de ruido debe de ser horrible en temporada alta. Por suerte, no había nadie más con nosotros.
El típico pasillo de un hotel cápsula.
Antes de salir a ver Tokio curioseamos un poco el hotel. Nos facilitaron taquillas para las maletas, pijamas y hasta cepillo de dientes. Ni siquiera en eso nos parecemos: es bastante habitual que los hoteles te ofrezcan cepillos de dientes de usar y tirar. La pasta de dientes ya está entre las cerdas para que no tengas que comprarla: simplemente abres el plástico, te cepillas y lo usas (quizá te dure un cepillado más, pero quién va a apurar el gel cuando tienes cientos de cepillos desechables esperándote en recepción). Es un inventazo, pero me pregunto dónde acumularán tanta basura.
El hotel cápsula tiene otra desventaja, y es que tienes que compartir baño. En esto también me sentí un viajero del pasado: nunca he visto un retrete con tantos botones y sonidos. Tenía tantas funciones que llegué a dudar si había utilizado alguna vez un váter. Lost in Translation total.
Como todavía podíamos robarle unas horas al día, fuimos a conocer el barrio. No sin cierta dificultad, la recepcionista nos recomendó un templo budista cercano. Mientras íbamos de camino me fijaba en todos los viandantes y me divertía comprobar cómo cambian las proporciones: cuando vas a Japón, los nipones son la mayoría. De hecho, durante toda la semana tuve la impresión de que éramos muy pocos los occidentales. Esperaba ver más turistas. ¡Es Japón! Uno cree que todo el mundo se muere por ir.
Por fin llegamos al templo en cuestión, que seguro que tiene un nombre complicadísimo porque no lo consigo recordar. Otra recomendación: cuando visites Japón, empápate de su mitología con antelación. Es muy frustrante ver perros, dragones y señores gordos y no hacerse a la idea de lo que representan. Haz los deberes antes, porque lo disfrutarás mucho más.
Además del templo, imprescindible, dimos los primeros bocados a la comida japonesa local, la de los puestos callejeros. Ahí conocí por primera vez en mi vida lo que es el azar, porque te tienes que conformar con señalar una bola y pagar antes de descubrir si es carne, guisante o dulce. Cuando no sabes japonés, comer en Japón es casi una situación de riesgo. Menos mal que soy de buen comer y no le hago ascos a casi nada.
También presté mucha atención a los japoneses. Una cosa es verlos en España, uniformados de turistas y con la cámara de fotos siempre a mano, y otra cosa muy distinta es contemplarlos en su país, donde hacen las cosas del día a día. A excepción de algunas mujeres en quimono (y con calcetines blancos bajo las sandalias, al más puro estilo Benidorm), visten igual que los madrileños. Muy sobrio y normal. Sobre todo las mujeres. Los hombres, curiosamente, arriesgan más. Pero en general la vestimenta de la calle es tan occidental que aburre. Tienes que mirarlos a los ojos para recordar que estás en Asia.
Una vez agotado el barrio, nos fuimos a dormir. La experiencia en la cápsula no fue tan mal (aunque no entendía nada de lo que echaban en la televisión). Había que dormir. Próximo destino: Kioto.