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VI. Codiciosas


CAPÍTULO VI
CODICIOSAS

A Marga le dio un vuelvo el corazón cuando al despertar vio que Leticia no estaba dentro del paraguas. Lo primero que pensó fue que había caído al mar mientras dormían, y la simple idea la mareó. Entonces depositó su mirada en el paisaje que la rodeaba y observó que no había ni una gota de agua. En su lugar había piedras, muchas piedras: el paraguas había encallado en una ladera pedregosa, y la imagen de ella tumbada en el interior habría resultado francamente ridícula si la hubiese visto cualquier persona. Claro que en Ningún Lugar la única persona que podría verla era Leticia, y en ese momento tenía la cabeza en otros asuntos.
—No lo entiendo —dijo de repente con un tono suave y respetuoso. Marga había pasado suficientes horas con Leticia como para saber que su compañera sólo empleaba voz amable y serena para hablar consigo misma y no con los demás—. Cuando me acercaba sobre el paraguas, esta montaña brillaba. ¿Por qué lo hacía, si solo hay un montón de piedras lisas y feas?
Marga se levantó con cuidado de no romper el paraguas que les había salvado la vida –aunque por más golpes que le diesen, parecía indestructible- y pudo ver con mayor detenimiento el lugar en el que se encontraban. Daba la impresión que todo ese horizonte pedregoso había estado siempre ahí, y no quedaba ni rastro de la tremenda llovizna que había caído sólo unas pocas horas atrás. El paisaje era tremendamente aburrido, y si no fuese porque habían vivido toda clase de aventuras en Ningún Lugar, no creerían que estaba impregnado de magia.
—Lo de este mundo se escapa de mi entendimiento —entenció Marga, tan bajito que apenas se escucharon sus palabras. Una eufórica Leticia la sacó de su ensimismamiento.
—¡SÍIIII! ¡SÍIIIIIII! ¡INCREÍBLE! ¡SÍ!
Marga se acercó a su compañera para saber qué era lo que ocurría. No pudo contener su emoción cuando vio que sostenía un enorme diamante entre las manos, más grande que cualquiera que hubiese podido ver en las películas, más todavía que los que aparecían en los libros de los records. Sus manos quedaban pequeñas para sostener aquella maravilla, que parecía tallada por las manos de un dios.
—Es un diamante. Un gigantesco, precioso y exclusivo diamante. Es mío… —Leticia apenas alcanzaba a articular palabra debido a la emoción. No podía creer lo que estaba sucediendo.
—Déjamelo tocar —susurró sin perder la conmoción.
Sin soltarlo ni un segundo, Leticia se lo acercó. Marga sintió el poder de aquella piedra preciosa, tan grande como un melón. A cada movimiento producía brillos en todas direcciones, y del corazón del pedrusco parecían emanar todos los colores del universo.
—No entiendo mucho de esto. ¿Es auténtica?
Lo cierto es que Marga no tenía ninguna piedra preciosa en casa, ni ella ni su madre. Lo más presuntuoso que tenían era un par de perlas, que por supuesto eran falsas. Pero si de algo tenía cultura Leticia Sopri era precisamente de joyería. Si con los anillos, collares y pendientes que le había regalado su padre no hubiese tenido suficientes, los que había heredado de su abuela podrían cubrir su cuerpo por completo. Su colección era un auténtico tesoro y la envidia de todas sus amigas. Aunque ese que sostenía en sus manos era infinitamente más valioso, no le cabía la menor duda, y cualquiera pagaría trillones por poseerlo. Claro que sería suyo, por siempre suyo, y todas las mujeres del mundo la envidiarían por ser la dueña de aquel diamante único.
¿Único? No había acabado de pensar qué haría con su tesoro cuando Marga descubrió un diamante exactamente idéntico al suyo entre las piedras. La chica no cabía en su gozo. Pero a diferencia de Leticia, ella no pensaba en noches de galas, ni en pendientes a juego, sino en las utilidades científicas que podría tener una piedra preciosa de semejante calibre. Había leído que podían emplearse para inventos inverosímiles, y ella quería ser la científica que se llevase todos los laureles.
—No puedes tener otro diamante como el mío —dijo Leticia con brusquedad—. El mío es único en el mundo. Si tú tienes uno idéntico al mío yo ya no seré tan especial ni el diamante tan valioso.
—Yo lo emplearé para fines científicos. ¡Eres tú quien no debería tenerlo!
—¿Fines científicos? No seas ridícula. Es una obra de arte, pero de la naturaleza. Es mío y solo mío. Yo tendré los dos diamantes gemelos. Pensándolo bien, una leyenda de dos piedras preciosas gemelas puede revaloralizar todavía más su precio.
—¡ES MÍO! Lo he encontrado yo –gritó Marga sosteniendo su diamante con fuerza.
—Lo has encontrado justo donde yo he encontrado la otra. Si yo no hubiese venido hasta aquí siguiendo el reflejo de sus cristales, tú nunca te habrías acercado.
—¡Eso no te da derecho a arrebatármelo!
—¿Te das cuenta lo que valen estos dos pedruscos? ¿Puedes meditarlo por un segundo?
Si a Leticia y Marga les hubiesen contado la historia de dos chicas que encuentran unas piedras preciosas tan valiosas que podrían dar de comer a un país entero, habrían coincidido en que lo más conveniente, o sin lugar a dudas lo correcto, sería venderlo y donar todo ese dinero a personas que lo necesitasen más que ellas. Pero con un diamante como esos entre las manos, la palabra caridad o generosidad no sonaba en su cabeza. Las dos estaban siendo egoístas, a su manera. Y aunque sus respectivos caprichos eran muy distintos, la avaricia era exactamente la misma. No sólo querían sus diamantes exclusivamente para ellas. Tampoco podían permitir que existiese otro igual.
—¡Espera! –exclamó Leticia—. Hay más. ¡HAY MÁS!
Bajo sus pies, aparecía un tercer diamante tan brillante y maravilloso como los otros dos. Sin desprenderse de los suyos, las dos adolescentes se apresuraron a atraparlo. Pero antes de que ninguna de las dos pudiese tocarlo, descubrieron que debajo de aquella fina capa de piedras no existía nada más que diamantes. La misma montaña era una montaña formada por gigantescos y valiosísimos diamantes.
—¡SOY RICA! —gritó Marga eufórica—. ¡Hay más! ¡Miles de diamantes idénticos!
—¡Soy todavía más rica! —dijo Leticia a su manera. Ni su padre, que podía considerarse un hombre muy adinerado, tendría jamás tanto dinero como el que ahora la rodeaba. Las dos enemigas estallaron en risas de un sentimiento que creían que era felicidad. Soltaron sus diamantes y bailaron dando vueltas emocionadas. En sus cabezas sólo aparecían caprichos y glorias. Creían que aquellos diamantes podrían hacerlas felices. Qué ingenuas podían llegar a ser…
—¿Qué hacemos? —preguntó Marga entre risas nerviosas—. No podemos quedarnos aquí.
—¿Y por qué no? Somos súper ricas. Vendrán a por nosotras con sólo desearlo.
—No han venido hasta ahora. Además, nos quitarían todos nuestros diamantes. Sólo nosotras podemos conocer esta mina. De lo contrario, todo el mundo sería rico.
No bastaba con ser dueñas de aquellos enormes diamantes. Para disfrutarlo, tenían que ser las únicas dueñas.
—Marchémonos con los que nos quepan en los brazos —dijo Marga—. Ya tendremos tiempo de venir a por más.
—En los brazos apenas podremos cargar con tres o cuatro brillantes. Pero si utilizamos el paraguas como cesta, cabrán hasta una veintena.
Marga tuvo que reconocer que la pija de Leticia había tenido una idea brillante. Aunque no tan brillante como sus diamantes, pensó eufórica y satisfecha. Al cabo de un rato, el paraguas, invertido, daba cabida a una montaña de piedras preciosas idénticas. Las dos chicas cogieron aire para levantar la carga, pero se sorprendieron al comprobar que no pesaba tanto como cabía imaginar.
—Ya no hay nada que pueda sorprenderme —rió Leticia—. Es la rareza menos rara que ha sucedido desde que llegamos a Ningún Lugar.
—Hay un total de quince diamantes —contó Marga sin acabar de creerse lo afortunada que era.
—Cojamos uno más: así tendremos los mismos.
—Lo he intentado, pero se caerían todos. Me las he ingeniado para que quepan todos estos.
—Hay impares, así que me quedaré con uno más que tú.
—¡Já! En todo caso lo partiríamos —dijo Marga sin ceder ni por un momento.
—Bajo ninguna circunstancia: estas piedras preciosas son perfectas. No consentiré que nadie les haga daño.
—¿Qué hacemos en ese caso?
No tuvieron reparo en dejar un brillante en el suelo y emprender su marcha. Era mejor que las dos tuviesen el mismo número de brillantes a que pudiesen regalárselo a alguien que pudiese sacarle verdadero provecho.

Caminaron durante un largo rato. Leticia iba delante y Marga detrás. Tenían que cargar las dos con el paraguas a cuestas, pero eran conscientes de que no pesaba ni una quinta parte de lo que cabía esperar. No había modo de explicar cómo pesaba poco más llevar catorce diamantes dentro del paraguas que tener uno en la mano. Tenía que ser magia. Pero ahora que iban a ser las chicas más ricas y envidiadas del mundo, no había tiempo para pensar en misterios de la física. A fin de cuentas, Ningún Lugar estaba repleto de ellos.
—¿Qué sientes ahora que eres rica? —le preguntó Leticia a Marga al cabo de un rato. Empezaba a aburrirse del silencio. Había buscado mil y un sitios donde colocar los siete brillantes que le correspondían: desde tiaras dignas de una princesa hasta en el collar de su perro.
—No lo sé, pero ser rica es una sensación embriagadora a la que es fácil acostumbrarse. De repente me siento importante y el centro de atención, incluso en medio de un desierto. La gente tiene que quererme y adorarme.
—Tu madre estará contentísima, con las pintas de pobretona que lleva. Todavía recuerdo cómo fue vestida al cumpleaños de Elías Plómez cuando íbamos a tercero.
Marga se quedó en silencio. No porque Leticia recordase algo tan lejano, sino porque no había pensado en su madre. Ni por una milésima de segundo. En medio de aquel desierto de Ningún Lugar, cargando un paraguas a rebosar de los brillantes más valiosos del mundo y convencida de que su vida estaba solucionada, no se había parado a pensar en qué opinaría su madre de todo aquello. Porque su madre siempre tenía algo que decir.
—Estás empanada —Leticia rió—. Tanto como en clase. ¡Sí! Volvió la Marga de la que siempre me río, gracias.
—¡Oye! No empecemos —advirtió la chica, apresurando el paso.
Marga no tardó en llegar a la idea de que su madre dejaría de trabajar en cuanto se enterase de la fortuna de su hija. Se la querría arrebatar y le diría que es demasiado jovencita para administrar su dinero. Su madre siempre hacía lo mismo con todo, teniendo el control de la vida entera de Marga. Quizá por eso le iba todo tan mal. No, de ningún modo. Marga no iba a hacer rica a su madre: que hubiese encontrado ella los brillantes.
Por su lado, los pensamientos de Leticia no eran menos tranquilizadores. Su caso era distinto al de Marga, porque ya lo tenía todo. Ahora sólo tendría más. No pensaba en más riqueza, que sin duda no necesitaba, sino en fama y popularidad. Podría olvidarse de ser la chica más querida de su curso: con semejantes piedras preciosas en su posesión, su escalafón subiría más alto, siendo una famosa de revista. «Leticia Sopri asiste a la gala de los Oscar», «La preciosa Sopri inaugura la semana de la moda de Milán», «Elegida mujer más elegante del año Leticia Sopri». Y todo gracias a esos siete enormes brillantes que descansaban, todavía sin imaginar su futuro, en el interior del enorme paraguas negro mientras las dos chicas los transportaban por el medio del desierto.
—¿Sabes qué me gustaría hacer? —preguntó de repente Leticia. Marga dudo en responder, por si acaso se trataba de una de esas preguntas que Leticia no esperaba que nadie respondiese.
—¿Qué?
—Comprarle esa fábrica de zapatos a Idígoras Feyxton.
Por su expresión, Marga adivinó que no todo eran buenas intenciones.
—¿No es él el padre de Jessica, tu amiga?
—Ajá, Idígoras Feyxton. Sale mucho en las revistas porque calza a actrices famosas, pero en realidad es un don nadie.
—No entiendo. ¿Para qué querrías tú esa fábrica? —preguntó Marga extrañada—. ¿Es que no te basta con ir a una tienda, que necesitas tener tu propia factoría de zapatos?
—Jessica, la gran Jessica, siempre se pavonea con lo importante y rico que es su padre.
—¿Acaso no lo es?
—Mi padre es mucho más rico.
—Y tú y yo ahora —añadió Marga sonriente.
—Pero ella presume igual, queriéndose poner en una clase social que desde luego no le corresponde. ¡Sí, me muero de ganas por comprar esa fábrica! Y decirle a Jessica: «¿Sabes qué? Deberías quitarte esos tacones con los que disimulas tu corta estatura, ahora soy yo la dueña de todo esto. Y no me ha costado nada. Porque es una fábrica ridícula. No eres rica ahora ni lo has sido nunca. Deja de creertelo.»
—Qué declaración de intenciones —dijo Marga burlona—. No sabía que te cayese mal. De hecho, pensaba que erais buenas amigas.
—Las mejores. —El sarcasmo de Leticia era evidente. Después permaneció callada por segundos, meditando si Marga era digna de su confianza—. Ella cree que la considero mi amiga. Y puede que ella me lo considere a mí. Pero es mala. No es como las otras que quieren lo mejor para mí…
—Que besan el suelo que pisas, mejor dicho.
—… sino que ella parece que quiera ser yo.
—¿Acaso no es eso lo que quieren todas? Todas salvo yo, evidentemente —dijo Marga sin total seguridad. En lo más hondo de su alma envidiaba la popularidad de Leticia.
—Las chicas quieren imitarme —No dejaba de presumir ni perdida en el desierto— pero Jessica es distinta: no tiene suficiente con copiarme. Ella busca… ¡sustituirme! Como si quisiese arrebatarme el trono.
Marga emitió una sonora carcajada.
—¿Hablas en serio?
—Claro que sí. No sé de qué te ríes. Ni que no supiésemos todos que tú estás obsesionada con ser la alumna de mejores notas del colegio.
—¿Acaso es eso malo? —respondió de mala gana.
—Sí que lo es cuando tu obsesión no son buenas notas, sino que sean mejores que las demás. Te enfadas cuando otro saca una décima más que tú.
Marga gruñó pero no se atrevió a responder, tomando por completo su papel de mula de carga. Leticia, un metro por delante, sonrió satisfecha: a fin de cuentas, aunque sus sueños fuesen muy distintos, las dos eran igual de codiciosas.

Después de muchas horas de camino, decidieron descansar. Como todo cuanto las rodeaba era exactamente igual, lo mismo les daba pararse en cualquier sitio, ya que el sol no se veía por ninguna parte y no necesitaban buscar sombra. Dejaron el paraguas (con sus catorce brillantes) en la arena y se sentaron cada una a un lado para custodiarlo, como si en aquel lugar existiese alguien que pudiese robárselo. Ni siquiera confiaban del todo la una de la otra.
Marga pensaba que Leticia le haría cualquier jugarreta para quedarse con sus brillantes. Contrataría al mejor abogado del país y convencería a los jueces de que fue ella quien encontró los catorce brillantes, siendo su derecho el quedárselos. Marga quiso quitarse esa idea de la cabeza: a fin de cuentas Leticia había mejorado desde el primer día. A fuerza de ir juntas, podía empezar a entenderla. Pero no podía evitar pensar que todavía no había llegado a casa con su tesoro, y Leticia todavía estaba a tiempo de entrometerse en su camino a la gloria.
Los pensamientos de Leticia no eran mejores. Temía que gracias a su vocabulario de empollona que siempre gustaba a los adultos, Marga convenciese a la policía de que ella había robado sus diamantes. Al ser una chica retorcidamente inteligente, no dejaba de ser rival hasta el momento en que estuviese segura con sus siete diamantes dentro de la mansión. Todavía tendría que mantener un ojo pegado en Marga, sino quería echar a perder su futuro como archi-famosa.
Las dos chicas se miraron por un segundo, casi convencidas por completo de que la otra quería quitarle sus preciadas joyas. Al instante, se agarraron a la tela del paraguas para asegurarse de que no se movía. Ni con todas las experiencias de Ningún Lugar podrían llegar a ser amigas…

—Creo que deberíamos repartir los brillantes –dijo Leticia al rato, rompiendo el incómodo silencio. Cogió el paraguas (misteriosamente liviano para lo que se suponía que debía pesar) y empezó a caminar con él. Marga se apresuró a cogerlo ella también, más por miedo a quedarse sin su tesoro que por ayudar a Leticia.
—Ya están repartidos —rió Marga—. Si hay catorce en total, siete para mí y siete para ti. Es una división de Primaria. Si no sabes hacer esto, ¿qué harás con las raíces cuadradas?
—Idiota, claro que sé dividir. Es sólo que no vamos a dividir entre dos. Bajo ninguna circunstancia. Creo que lo justo es que yo me quede con diez y tú con dos.
—¿Y qué se supondría que haríamos con los otros dos?
—¿Qué otros dos? –preguntó Leticia extrañada.
—A mí no me engañas, Leticia Soprano. Cogimos catorce diamantes en vez de quince precisamente para tener las dos exactamente los mismos, siete y siete.
—Bajo ninguna circunstancia —amenazó Leticia—. Porque yo encontré los brillantes mientras tú dormías. Sin mí, seguirías siendo una insignificante pobretona sin más futuro que el de bibliotecaria con mechas verdes.
—¿¡QUÉ!? —Marga estalló en una carcajada—. ¿Es así como me ves en el futuro? Permíteme que me ría, pero esta “bibliotecaria con mechas verdes” que tienes aquí al menos podría presumir de ganarse el pan con el sudor de su frente. En cambio, tú…
—¿Qué pasa conmigo? Sería rica igualmente.
—Sin haberte esforzado jamás. Lo que se dice una completa inútil. Esa eres tú. Si a pesar de no haber encontrado estos brillantes siguieses siendo rica, sería porque tu padre te lo da y consiente todo, no porque tú valgas ni medio céntimo.
—Te aseguro, ratita con gafas, que yo valgo MUCHO más que medio céntimo. Mi seguro de vida está estimado en más de lo que puedes imaginar o lo que tu madre haya ganado en toda su vida. Así que ten cuidado antes de cuestionar lo que yo valgo, porque puedes llevarte una sorpresa.
Marga se mordió la lengua.
—Así que lo justo es que yo me lleve un diamante o dos más. Si fueses decente, lo reconocerías. Es estúpida esta discusión. No sé por qué tienes que tener tú los mismos diamantes que yo, cuando es evidente que no has hecho nada.
Marga fue a decir algo, pero entonces un gato cruzó entre la dos, pasando por debajo del paraguas.
—¡DIOS MIO! —gritó aterrada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Leticia con voz temblorosa.
El gato, que mostraba un aire juguetón, se puso al frente de Leticia, la cuál saltó del susto. Todos los brillantes cayeron al suelo. Sin inmutarse, el viejo animal le guiñó un ojo a Marga, pasó entre sus piernas y cuando las dos miraron hacia atrás y ya no había ni rastro de él. Se quedaron petrificadas durante unos minutos.
—Nos estamos volviendo locas —dijo al rato Leticia tratando de transmitir tranquilidad, aunque con poco éxito—. Acabamos de tener una alucinación, nada más.
—Nunca he oído hablar de alucinaciones colectivas —dijo temblando de miedo—. Y las dos hemos visto lo mismo. ¿Es el mismo gato que me mencionaste la otra vez?
—Desde luego que sí. Es horrendo ese bichejo. Está chupado hasta los huesos, por favor. Le reconocería en cualquier lugar del mundo.
—¿Y cómo puede aparecer y desaparecer?
—Te he dicho que lo vi una vez, no que me revelase el secreto de la fórmula de la Coca-Cola —dijo Leticia con enfado—. No tengo ni idea.
—Es demasiado extraño.
Leticia, que recogía los catorce brillantes de suelo para meterlos dentro del paraguas, miró a Marga fijamente.
—¿Qué es extraño? Aquí TODO es extraño; que ese gato aparezca y desaparezca no cambia nada. Desde que llegamos a Ningún Lugar, no hemos dejado de hacernos preguntas.
—Quizá ese gato tenga las respuestas.
—Ese monstruo ya es una pregunta por sí mismo. No te compliques más.
Una vez el paraguas negro volvía a estar repleto de diamantes, las chicas retomaron el paso.
—¿En qué dirección íbamos antes?
—En dirección norte, ¡yo qué sé! —protestó Marga—. Tú eras la que iba delante. Tú deberías saberlo.
—Como lo del gato, ¿no? Para ser una asquerosa empollona me parece que no sabes nada. No tengo ni idea de en qué dirección íbamos. Y por supuesto, la arena no nos da ninguna pista.
—Podemos andar hacía allí.
—Cuando dices “allí” me miras a los ojos. ¿Cómo tengo que saber a dónde señalas?
—Eres insoportable, ¿lo sabías?
—¡Qué casualidad! Pienso lo mismo que tú.
—Mira: tomemos cualquier camino. A fin de cuentas, no podemos estar más perdidas.
—Claro que podemos estarlo: si vamos en la dirección en la que veníamos, no habría servido de nada lo andado durante horas.
—Existen otros tres puntos cardinales. Crucemos los dedos para no equivocarnos.
Y diciendo esto, se dirigieron en dirección norte, lo que para ellas era el norte, mientras un gato les observaba desde lo lejos con una sonrisa traviesa en los labios.
No detuvieron el paso hasta pasadas unas horas, cuando pararon para descansar. En realidad no sabían cuanto tiempo había pasado, pero estaban agotadas y se tumbaron rendidas en la cálida arena. La luz se apagó en el preciso instante en que la última de ellas cerró los ojos. Durmieron.


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