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VII. El Señor de Ningún Lugar


CAPÍTULO VII
EL SEÑOR DE NINGÚN LUGAR

Cuando despertaron estaban totalmente recuperadas de la fatiga del día anterior, por lo que no les costó retomar el viaje. Siempre en la misma dirección, las dos chicas avanzaban con el paraguas negro y sus catorce diamantes. Siete para Marga, siete para Leticia. Claro que en Ningún Lugar, la suerte puede durar lo que un ronroneo de gato.
Precisamente un gato las seguía de cerca, con paso decidido y señorial. No dejaba de resultar extraño su porte majestuoso, poco acorde a su aspecto desaliñado y raquítico. Pero aquel gato sabía lo que hacía y disfrutaba con su tarea. Vigilar a Leticia y Marga resultaba muy interesante, y más cuando había observado la evolución en la relación de las dos enemigas. Las cosas no eran como al principio, pero su relación estaba muy lejos de ser perfecta.
—Vaya —murmuró Marga muchos metros por delante, ajena a la mirada felina que las seguía—. He notado una suave ráfaga de viento.
—¿Y? —Leticia estaba concentrada en sus siete preciosos diamantes. La conducta climática le importaba bien poco cuando tenía la fama al alcance de la mano. Marga sin embargo no desistió en su intento de explicarse:
—Es extraño porque no recuerdo que haya habido la más mínima corriente de aire desde que llegamos a Ningún Lugar. ¿La recuerdas tú?
—¿Cómo pretendes que recuerde esa tontería? No me sé ni el código postal de mi casa, así que no esperes que pierda el tiempo memorizando cada ridiculez que ocurre a mí alrededor.
—¿Es que tu casa tiene sólo un código postal? —preguntó Marga en broma—. Pensaba que la enooooorme mansión de los Sopri tendría por lo menos tres.
—Espera que me ría, Margarita, tú sólo espera —Leticia disimulaba malhumorada mientras hacía tiempo para comprender la broma.
—¿No lo notas? —preguntó Marga sonriente—. Es un airecillo muy agradable. Ah… Es fresco, pero no da frío.
—¡Sí, ahora sí! —Leticia rió también—. ¡Qué agradable! Pero ¡espera! No nos vayamos a detener sólo por una ráfaga de viento. Tenemos que llegar a casa, ¿recuerdas? Ahora somos unas multimillonarias con importantes responsabilidades. Los de ¡HOLA! deben estar esperando en la puerta para sacarme la primera instantánea: «La bella Leticia Sopri vuelve a casa después de su cautiverio». Qué artístico.
—Te recuerdo que todavía no saben que tienes estos diamantes, así que deja de soñar.
—«La hija del importante empresario pasó varios días perdida en el desierto, luchando contra la adversidad sin perder la compostura ni despeinarse» —siguió Leticia—. «En sus primeras declaraciones, ha reconocido haber sentido miedo y escribirá un libro relatando la soledad que sintió».
—¿Qué soledad? Si he estado aquí todo el tiempo.
—Sí, sí, pero a la gente importante le interesa la gente importante. Así que oficialmente he estado sola. ¿Llegamos o qué?
—¿¡Y yo que sé, Leticia!? No tienes tres años para estar preguntándome en cada momento cuanto falta para llegar. Si ni siquiera sabemos a dónde vamos a llegar.
—Yo sólo espero que cerca de mi casa, porque el tuyo es muy mal barrio.
Marga frunció el ceño.
—Por llegar podemos llegar a Egipto, Chile o Camboya. No sabemos ni dónde estamos, así que…
—O a Milán, París o Ita… ¿¡LO HAS NOTADO!? —exclamó Leticia deteniendo el paso y haciendo que los diamantes se tambaleasen dentro del paraguas—. Ha parado el aire. ¡No! Con lo agradable que era… No quiero volver a tener la misma sensación asfixiante de antes.
—Tampoco era asfixiante.
—Démonos prisa: quiero llegar pronto a casa, ¿entiendes?
—Buenas son para ustedes, mis dulces damas.
Leticia y Marga se detuvieron de golpe. El paraguas cayó al suelo y con él todos los brillantes se desperdigaron por la arena. Ni siquiera se preocuparon en cogerlos. Estaban paralizadas, porque frente a ellas estaba el gato, hablándoles.
—Aquí no hay más gatos que yo, y sé muy bien que no os he mordido la lengua, así que hablad, mis dulces damas, o pensaré que os habéis quedado mudas.
Su voz era seria y varonil, como la de un hombre de mediana edad acostumbrado a los negocios. No había nada en su tono que infundase miedo: el problema estaba en que era un gato, y los gatos no hablan. Marga y Leticia estaban literalmente petrificadas.
—Observaros desde lejos estaba siendo interesante, sumamente interesante, pero mi paciencia se ha agotado y las ganas por intercambiar unas palabras con vosotras ha podido conmigo. Pero si no habláis empezaré a pensar que ha sido un error acercarme, señoritas.
—Ggg… —pudo pronunciar Marga.
—Ggg, muy bien, señorita ¿Garcilla?
—Mmmm...
—Ahhhh, discúlpeme. Ya recuerdo, ya. Señorita Marlot. Margarita Marlot. Veo que empieza a recuperar el habla. Poquito a poco, pero así está bien.
Leticia parecía estar más atascada que su compañera. No tenía miedo de que el gato les hiciese daño, porque se veía inofensivo, pero su conducta tan humana y el hecho de que hablase no ayudaba en absoluto.
—Y tú eres la señorita Sopri, ¿verdad? Demasiadas conversaciones os he oído como para no quedarme con vuestros nombres, mis dulces damas.
—¿Cómosellamausted? —dijo Leticia de golpe, tratando de imponerse. Pero por más que lo intentase, el pánico seguía siendo el dueño de su cuerpo y su voz temblorosa la delataba.
—Mi nombre es Varmus, y soy el Amo de Ningún Lugar.
Leticia y Marga temblaban como flanes: ese gato no sólo podía hablar, sino que lo hacía para autoproclamarse el dueño de todo ese mundo.
—¿De ver… de verdad es usted el amo de Ningún Lugar?
—¿Qué te parece más increíble: que yo hable o que sea el señor de todo esto? Creo que ya he respondido a tu pregunta. Desde luego, los humanos pensáis que sois los únicos con capacidad para comunicarse y mirad por donde, el gato el único que habla mientras vosotras estáis más calladas que una piedra.
—¿Qué hacemos aquí? —Leticia estalló de golpe, como si la dura capa que la mantenía paralizada la hubiese liberado de una vez por todas y tuviese que decir todo lo que se le pasaba por la cabeza—. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué nosotras? ¿POR QUÉ CON MARGARITA MARLOT?
—Carambolas —rechistó el gato—. No pierdes ocasión para criticar a tu amiga.
—No se sorprenda, señor Varmus. Es simplemente estúpida.
—Ni tú tampoco. Las dos sois igual de injustas, mis dulces damas. Las dos por igual.
—¿Va a decirnos de una vez por todas qué es lo que ocurre aquí? —inquirió Leticia, que perdía la paciencia por momentos—. Le aseguro que esto no va a quedar así. Díganos cómo salir ahora mismo.
—Oh, no, no, no, mi gentil humana. Ningún Lugar no funciona así. ¡De ningún modo! —Lo dijo como si Leticia hubiese dicho una aberración—. Yo no traigo a nadie a mis tierras. Vosotras vinisteis solitas, así que no me culpéis. ¡Qué desvergonzada! Decir que yo, Varmus, señor de Ningún Lugar, iba a tener algún interés en traerla a mi modesto universo. ¡Una desvergonzada, eso es lo que es usted!
—Entonces ¿qué hacemos aquí? —preguntó Marga, que tampoco aguantaba más misterios.
—Eso es lo que quiero que me expliquéis. Hacía casi una infinidad desde la última vez que vino alguien. Lleváis varios días recorriendo el desierto y todavía no he podido averiguar gran cosa de vosotras.
—Desierto u océano —dijo Leticia malhumorada—. ¿Por qué cambia con tanta rapidez?
—Oh, eso es culpa vuestra —respondió el gato sin darle importancia—. Ningún Lugar cambia si eso es lo que se necesita. Mi país es muy inteligente, no lo subestiméis —dijo con orgullo.
—Esto es un infierno —sentenció Marga.
—¡Pues no haber venido hasta aquí! —Varmus estaba visiblemente molesto—. No podéis entrometeros en mi casa y encima quejaros del tiempo. Sois un par de desconsideradas, tal y como imaginaba cuando os observaba.
—Es que nosotras no hemos querido venir a Ningún Lugar, ¿sabe? Caminábamos bajo la lluvia y llegamos hasta aquí.
—Y por eso no os despegáis del paraguas, ¿verdad? —dijo relamiéndose los bigotes. Parecía inmerso en sus propios pensamientos, pero no los dijo en voz alta. Leticia y Marga tuvieron la impresión de que había llegado a una conclusión, pero no tuvieron valor para preguntarle.
—¿Vive usted aquí? ¿Solo?
El gato levantó la vista para mirar a Leticia a los ojos.
—¿Y por qué iba a vivir acompañado?
—Pues porque debe ser muy aburrido vivir solo, supongo. No tener a nadie con quién hablar.
—Vosotras os tenéis la una a la otra y sin embargo no parecéis felices, sino todo lo contrario. —Varmus había dado en la diana—. Yo que no tengo que compartir el paraguas con nadie, prefiero andar solo. Después de todo, Ningún Lugar es un sitio para pensar. Llevo pensando toda mi vida.
—¿Y en qué piensa? —preguntó Marga.
—¿En qué piensas tú, mi dulce dama? —la imitó Varmus, dando a entender que no respondería a la pregunta.
Las dos humanas estaban perdiendo la paciencia. El gato, lejos de ayudarles, sólo les arrojaba nuevos interrogantes.
—¿Conoce usted la salida de Ningún Lugar? —dijo Leticia al fin.
El gato meditó por unos segundos.
—Sé que existe, pero nunca he tenido la necesidad de usarla. ¿Para qué iba a hacerlo?
—No usted, sino nosotras. ¿No pretenderá que nos pasemos aquí el resto de nuestra vida?
—¡NO, POR FAVOR! —gritó angustiado—. Sois interesantes durante un rato, pero siempre acabáis aburriéndome.
—Por favor —imploró Leticia con su voz angelical, la misma que empleaba con su padre cuando quería que le regalase algo—, ¿va a decirnos cómo salir de aquí?
Se agachó para acariciar el lomo del gato. Varmus maulló de satisfacción.
—Es que sois vosotras las que tenéis que encontrar el camino. Así funciona Ningún Lugar.
—¡Eso es lo que intentamos! Llevamos días queriendo irnos.
—En ese caso, algo haréis para que mi mundo os retenga.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que conserváis el motivo por el que vinisteis hasta aquí. Mientras no cambiéis u os desprendáis de eso que os retiene, no podréis iros. Eso es lo que creo.
—No nos ha ayudado en nada, Varmus —protestó Leticia—. Vámonos, Marga. Este felino sólo quiere detenernos.
Marga obedeció. Era verdad que el gato no les había ayudado en nada.
—¿A dónde os creéis que vais con esos brillantes? —preguntó de repente al ver cómo las dos chicas los recogían.
—A nuestras casas, ¿a dónde si no? —respondió como si se tratase de una pregunta obvia.
—No puede quitárnoslos. Los encontramos en una montaña, bajo las piedras. Son nuestros.
Las dos se apresuraron a terminar de recogerlos del suelo en el que estaban esparcidos y meterlos en el hueco del paraguas, mirando con celo al gato por si se atrevía acercarse.
—Yo no pienso tocar esas piedras brillantes, pero no creo que consigáis ir muy lejos con ellas.
Soltando una carcajada felina, pasó por detrás de las chicas y cuando se giraron ya había desaparecido. Ni rastro de Varmus a cientos de kilómetros a la redonda.
—¡Es increíble! —exclamó Marga—. Ha vuelto a hacerlo. Ha vuelto a desaparecer.
—«No creo que consigáis ir muy lejos con ellas». ¿Qué crees que habrá querido decir?
Las dos miraban su tesoro con preocupación, como si fuese a desaparecer de un momento a otro. Sin decirlo, reemprendieron la marcha en la misma dirección que antes para llegar a casa lo más pronto posible. Tenían que poner sus joyas a resguardo antes de que les ocurriese algo.
—Ha vuelto el viento —advirtió Marga.
—Es verdad. Pero no detengamos el paso.
No tardaron en advertir que lo que hacía segundos era una suave brisa reconfortante, se había transformado en una corriente que hacía volar su cabello. El viento cobraba fuerza por momentos, pero no le dieron importancia. No, hasta que sintieron que la corriente iba en contra dirección y que andar era cada vez más difícil.
—¡El paraguas! —Marga tuvo que gritar para hacerse oír—. ¡No sueltes el paraguas, o se lo llevará el viento!
—¡Ni loca! ¡Esos brillantes son mi vida!
Siguieron con grandes esfuerzos, caminando a ciegas para que la arena no les entrase a los ojos. Pero entonces un sonido amenazante reclamó su atención a su espalda. Leticia fue la primera en verlo. Se le congeló la sangre. Marga no pudo creerlo: un tornado las amenazaba a cincuenta metros de distancia, yendo en su dirección a gran velocidad. Un auténtico tornado, del tamaño de un rascacielos.
—¡CORRE!
Agarrando con más fuerza todavía la tela del paraguas, aceleraron el paso dándose a la carrera. Una carrera en la que ser adelantadas sería catastrófico.
—¡CORRE MÁS, MARGA!
Leticia iba por delante y le costaba tirar de Marga, que era más lenta. Ella hacía lo que podía, pero sus piernas eran cortas y su desinterés por la asignatura de Educación Física le pasaba factura. Si no ocurría un milagro, el tornado las absorbería en menos de un minuto.
Marga tuvo que soltar el paraguas para que lo llevase Leticia sola (no era momento para ponerse a discutir por ello) y así pudo correr más rápido. Pero incluso sin carga, apenas podía avanzar a la misma velocidad que la otra. Las dos corrían desesperadas, con lágrimas en los ojos, más aterrorizadas que nunca. La fuerza del viento levantaba la arena en cada dirección y el rugido del tornado les recordaba lo cerca que estaba su muerte. Entonces vieron algo extraño a pocos metros de distancia, algo que apenas podían vislumbrar debido al velo de arena que les rodeaba. Sólo cuando estaban a escasa distancia pudieron ver que se trataba de un precipicio mortal. Y se detuvieron a punto de caer.
—¿QUÉ HACEMOS? —gritó Marga. Incluso a un palmo de distancia, necesitaban gritar para entenderse. Y el tornado estaba a menos de diez metros de distancia. Ya podían sentir su atracción fatal.
— ¡TENEMOS QUE UTILIZAR EL VIENTO A NUESTRO FAVOR!
—¿¡CÓMO!?
—¡EL VIENTO! ¡NOS PUEDE SALVAR!
Justo cuando el tornado estaba a punto de tragarlas, Leticia arrojó los brillantes al precipicio y se sujetó firmemente al mango del paraguas. A continuación abrazó a Marga con todas sus fuerzas y entonces, antes de que el monstruo del viento pudiese devorarlas, una corriente de aire las arrastró bien lejos, movidas por un paraguas que las hacía de resistente vela. Milagrosamente, no se dobló ni rompió. Marga y Leticia estaban atemorizadas, aferradas al palo yendo su vida en ello y volando por el cielo, al mismo tiempo que se alejaban velozmente del tornado. No se atrevieron a abrir los ojos hasta un minuto después, y quedaron boquiabiertas ante el espectáculo que tenían alrededor: el tornado se retorcía de rabia a los lejos, en el borde del precipicio, y catorce hermosos brillantes flotaban en el aire y arrojando los últimos destellos que ellas podrían ver. En ese momento, comprendieron que el futuro que habían tocado con los dedos durante las últimas horas se había evaporado. Pero había sido imprescindible sacrificar las piedras preciosas para conservar sus vidas.
—Estamos volando —dijo Marga asombrada, sin poder creerse todo lo que pasaba bajo sus pies. Ni por un segundo dejó de sujetarse fuertemente al paraguas—. ¡Estamos volando!
Leticia sonrió tímidamente. No quería pensar en el sacrilegio que había hecho al arrojar los brillantes al vacío. En realidad, no quería pensar en nada. Era demasiado frustrante pensar en el futuro después de lo que acababa de hacer.
—Gracias —dijo Marga a su lado. No explicó por qué. Pero tampoco hacía falta. En el fondo de su corazón, Leticia sintió que había compensado. Ya no le dolía tanto haber sacrificado su tesoro.

Al cabo de un rato el tornado se perdió en la distancia. Más tarde, los brillantes también habían caído por su propio peso. El viento empezaba a amainar y el paraguas las llevaba hacia abajo. En un tiempo que les pareció horas, tomaron contacto con la tierra (casi la besaron agradecidas) y se tumbaron un largo rato para descansar. Antes de que pudiesen darse cuenta, hasta la suave brisa del principio había desaparecido. Ningún Lugar era así.
Varmus sabía muy bien que no era capricho de la naturaleza, sino necesidad. Todo lo que ocurría era por ayudar a las dos chicas, aunque ellas no pudiesen verlo. El gato, que merodeaba a lo lejos (él sabía resguardarse muy bien de los fenómenos de su propio mundo) intuía que esos brillantes sólo les habrían arruinado la vida. Quizá por eso no se sorprendió al ver los sucesos acontecidos. El viento no sólo les había hecho volar: en realidad, les había puesto los pies en la tierra. Había borrado con su fuerza erosiva la codicia que se había apoderado de las dos. Los brillantes ya habían sido tragados por la arena.

—¿Qué hacemos? —preguntó Leticia tumbada. Miraba el cielo azul sin sol ni nubes ni estrellas, simplemente azul.
—¿Descansar? Hemos volado durante horas y tengo los brazos agotados por sujetarme con tanta fuerza. En clase de Gimnasia no lograba sujetarme a la cuerda durante más de diez segundos sin caerme.
—No creo que sean nuestros brazos los que nos han salvado. El paraguas, de nuevo, nos ha ayudado. Dudo mucho que sin su… magia… hubiésemos podido sostenernos tanto tiempo allí arriba. Al menos en tu caso es más que evidente.
Las dos miraron el viejo objeto de tela negra y mango de madera. Lo que al principio, cuando don Domingo se lo prestó, les pareció horrendo, ahora era casi una bendición. Sin él el sol les habría quemado, habrían sido devoradas por un tornado o tragadas por un mar de lluvia. No era algo que pudiesen perder de vista.
—¿Crees que nuestro profesor tendrá algo que ver con todo esto? —preguntó Marga intrigada. Ella también pensaba en la respuesta a su pregunta.
—¿Don Domingo? —Leticia bufó—. Lo dudo. Y si tiene algo que ver se va a enterar.
Las dos rieron. En realidad, Ningún Lugar no era tan horrible como le habían dicho al gato. No era ningún paraíso, pero tampoco el infierno. En algunos momentos era incluso divertido. Pero sólo en “algunos”, matizaron rápidamente en sus pensamientos.
—Yo nunca he subido a un avión —reconoció Marga—, así que en cierto modo ha sido la primera vez que he volado.
—Te aseguro que yo nunca he volado así. Gracias a Dios. O viajaría siempre en tren.
—Has sido muy valiente al tirar los brillantes por salvarnos a nosotras. Ni siquiera sabías si tu plan iba a funcionar.
—No me lo recuerdes —dijo Leticia con una mirada amarga.
—Quizá haya sido mejor. No sé… No me imagino rica.
—Yo tampoco te imagino rica. Eres Marga. No aspires a más.
—Creo que ha sido un castigo por ambicionar tanto como lo hemos hecho nosotras. En parte nos lo merecemos.
—Habla por ti: yo ya soy rica igualmente. A ti te hacían más falta.
—Dudo mucho que yo hubiese actuado igual, ¿Sabes? —se sinceró Marga—. Incluso teniendo el tornado a escasos metros, sólo pensaba en los brillantes. Estaba más pendiente de que no les ocurriese nada que de mí misma. Y entonces, ¡ualá! han desaparecido de mis ojos. Creo que he aprendido una buena lección.
—Pues yo no sé qué es lo que he aprendido.
Las dos, agotadas, cerraron los ojos para dormir.
—Pero me siento mejor —agregó Leticia.
Marga sonrió.

Y a lo lejos, Varmus también sonrió. No necesitaba estar cerca para escucharlas. Esas eran sus tierras, Ningún Lugar, y todo salía según sus planes. Aunque no estaba muy convencido de cuales eran estos, sabía que marchaban según él los hubiese planeado. Leticia y Marga acabarían siendo amigas, eso era lo que se proponía. Y pensaba conseguirlo.
Antes de que las chicas pudiesen darse cuenta, el cielo azul se oscureció. Había llegado la noche. Con ella, el fin de un día más.


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