CAPÍTULO VIII
CORAZONES EN PUNTA
Despertaron agotadas. A cada movimiento que hacían, el cuerpo les crujía y exigía que se detuviesen. Era el precio de volar durante horas agarradas al palo de un paraguas: al día siguiente sólo tenían agujetas.
Con dolor en cada músculo, lograron ponerse en pie. Aun así, coincidían en sus pensamientos que la experiencia de volar había merecido la pena.
—¿Y qué nos ocurrirá hoy? —preguntó Marga, esperando que el cielo se cayese de un momento a otro.
—En Ningún Lugar puede ocurrir cualquier cosa. Sólo espera que Varmus se cruce en mi camino… Voy a enseñar una lección a ese gatito.
—Me temo que oye todo lo que decimos.
—Tanto mejor —dijo Leticia con una sonrisa siniestra—. Tanto mejor.
Con el paraguas cerrado emprendieron de nuevo el camino sin ninguna dirección. A fin de cuentas, todos los puntos cardinales parecían iguales en el desierto.
—Es nuestro quinto día en Ningún Lugar. Mi padre debe estar desesperado —dijo Leticia, pensando en voz alta—. Sé que tenía que hacer un viaje a Japón para firmar un contrato importante, y se lo he debido echar a perder por completo.
—Seguro que lo último en lo que está pensando es en el contrato, Leticia.
—¿Y tu madre? Seguro que está de comisaría en comisaría, denunciando tu desaparición, incluso saliendo en la tele. «Ay, mi niña, que se ha perdido mi niña, ay…». —Leticia pronunció una sonora carcajada que se repitió a lo lejos del desierto, efecto del eco.
—Mi madre no habla así —dijo Marga frunciendo el ceño.
—Sí, sí… —Leticia conservaba la sonrisa y no parecía muy convencida, pero cambió de tema.
—En realidad, todo esto ha ocurrido por la mísera visita a Villa Seishuesos. Si no llega a ser por eso, tú y yo nunca nos habríamos peleado, y no estaríamos ahora mismo donde estamos.
—¿Acaso hemos sido tú y yo amigas en alguna ocasión? Por supuesto que no. Tienes la mala costumbre de ser aburrida e irritable, así que me temo que sí: tarde o temprano nos habríamos peleado. Solo que la pelea fue consecuencia de tu egoísta interés por ver ese museo de bomberos amarillos.
—Apicultura. Es un museo de apicultura.
—Es igual: a todos nos importa un comino ese museo, pero tú erre que erre queriendo ir.
—¿No sería que tú querías compartir un descanso con los chicos de ese otro colegio? —dijo Marga suspicazmente—. ¿Cómo se llamaba…? ¿Homero?
—Mira por donde, has llegado a la misma conclusión que mi amiga Bárbara. Pues no, no quería compartir el descanso con los chicos del colegio Homero.
—¿Entonces? ¡Con alguien de clase! ¿Alberto González-Cruz? ¿Borja Andreu? —Adivinar quién era se estaba convirtiendo en un juego para Marga—. ¡Borja Andreu! ¡Es él, estoy segura!
—Tampoco. Pero te lo voy a decir, porque llevamos varios días juntas, y la verdad me es un poco indiferente que tú lo sepas o no. Ni siquiera lo sabe Bárbara, así que cómo un día salgamos de Ningún Lugar y se lo digas a alguien, aunque ese alguien sea tu madre (la única persona a la que se lo podrías decir, ahora que lo pienso), te las verás conmigo.
—Que sí, vale, no digo nada. ¡Pero dime ya de quien se trata! —rogó Marga impaciente.
—No sé si conoces a chicos de cursos superiores. Es que tú no tienes ninguna vida social, y no me lo imagino a él perdiendo el tiempo en la biblioteca.
—¡Dispara de una vez! Conozco más gente de la que tú te crees.
—Federo Concordia —dijo Leticia de una vez por todas. Y se sintió profundamente aliviada al compartir su secreto con alguien. Incluso si ese alguien era una Insignificante de clase.
—¿¡QUIÉN!? ¿Federo qué?
Marga había tenido justo la reacción que imaginaba. Leticia cogió aire antes de empezar a hablar de nuevo.
—Federo Concordia, por favor. Es súper popular. Dice muy poco a tu favor que no lo conozcas. Es de un curso superior.
—Es que de los mayores sólo conozco a Adrián Avellán —reconoció Marga con un todo de disculpa—. Porque Doña Elvira me compara siempre con él.
—El empollón de 4.º. No sé de qué me sorprendo.
—Bueno, no me cambies de tema. ¡Cuéntame los detalles!
Leticia meditó por unos segundos. En realidad, contarle a Marga lo que sentía por Federo era una auténtica locura. Ella era muy pragmática para los más profundos secretos, y jamás los compartía con nadie. Ni siquiera Bárbara estaba sobre la pista de los verdaderos sentimientos de Leticia, creyendo que ella sentía interés por los chicos del colegio Homero. ¡Qué ingenua! Siempre había sido muy cautelosa al respecto, deseando que jamás nadie se percatase de que cuando observaba a Federo, mantenía la mirada por más de un segundo. Y ahora, sin saber bien por qué, estaba revelando su amor secreto a la reina de los Insignificantes. Desde luego el aire de Ningún Lugar le afectaba al cerebro.
—Me gusta. Y punto. No creo que haya mucho más que contar. —El sonrojo de su rostro la delató. Estaba mucho más enamorada de lo que quería aparentar.
—¡Já! Te gusta, te gusta, te gusta.
—Sí, ¿ocurre algo?
Marga se detuvo en seco.
—No sé ni cómo es él. Descríbemelo.
Para Leticia fue como tenerlo delante.
—Es más alto que yo. De pelo castaño y muy fuerte. Tiene una sonrisa preciosa, como la mía. Y es de los chicos más populares del colegio.
—¿Y que sea popular te atrae? —preguntó Marga con incredulidad.
—No sé qué tiene eso de extraño. A ti te gusta Félix porque es un empollón. No sé cuál es la diferencia.
Marga se quedó petrificada. No podía imaginar que sus sentimientos por Félix, el chico más maravilloso y atractivo del mundo, fuesen tan evidentes.
—Si fueses buena actriz lo habrías negado y yo te hubiese creído —dijo Leticia sonriente— pero quedándote paralizada y roja como un tomate quedas en evidencia.
—¡A mí no me gusta Félix de Felipe!
Leticia rió con más fuerza todavía:
—¿Y quién ha hablado de Félix de Felipe? Hay otro Félix en clase, Rodríguez. Estabas a tiempo de arreglarlo. Ay, Marga: que en esto de amores, vas a ser más tontita de lo que quieres reconocer.
Marga le dirigió una mirada de reproche: era cierto. Había quedado en evidencia dos veces en un solo minuto. Le hubiese gustado poder esconder la cabeza en la tierra como los avestruces, para no meter la pata por tercera vez.
—Vale, supongamos que a mí me gusta Félix de Felipe. Yo también se lo tuyo por Federo No-se-qué, así que seamos buenas y conservemos el secreto.
—¿Y teniéndolo en clase a medio metro, por qué no te lanzas? —preguntó Leticia interesada—. Porque Federo es de un curso más, pero lo tuyo es muy fácil.
—Sí, facilísimo —dijo con sarcasmo—. Es evidente que un chico tan increíble como Félix nunca se fijaría en una chica tan fea y tonta como yo.
—Mira, en eso de la chica fea y tonta estamos de acuerdo. Pero tampoco es que él sea ningún bellezón…
—Ni tú una lumbreras. Pero ¡oye! Estábamos hablando ahora de ti, ¿verdad? A ver si lo adivino… El día de la pelea te pusiste como un basilisco porque no podrías pasar el descanso junto a ese chico.
—Básicamente. No es ningún pecado. ¿Te sientes mejor? Tú lo estropeaste todo con tu visita al dichoso museo.
—Podrías haber aprovechado algún minuto para hablar con él, pero entonces montaste el numerito en el autobús. De eso no tengo yo la culpa —dijo desafiante.
—Y tú eres la que quiere conquistar a Félix de Felipe a fuerza de museos, ¿a que sí?
Las dos compañeras se cruzaron una mirada llena de odio.
—No creo que Federo y Félix tengan mucho que ver, gracias a Dios. —Por el tono de voz de Leticia, era evidente que no se le pasaba nada bueno por la cabeza—. Si Félix tiene valor de darte calabazas, es que es un idiota. Estáis hechos tal para cuál.
—Apuesto a que Federo es rico.
—¡Pues sí! Y de una familia muy importante, que lo sepas. Su padre es el duque de la Cabezuela y su madre la condesa de Dénia. Él es hijo único, así que heredará los dos títulos.
—Tú no estás enamorada —dijo Marga con desprecio—. Lo que estás es encaprichada con Federo, sólo porque es de la aristocracia. Pues para que lo sepas, hay duques y condes que no tienen ni un euro en la cuenta corriente. Un título no te va a hacer rica.
—Para eso está mi padre —respondió Leticia muy convencida de sí misma.
De repente, una estela de humo a la velocidad de un rayo cruzó entre las dos arrojándolas al suelo. Cuando buscaron que había sido eso, descubrieron una roca humeante clavada en la tierra. Había caído del cielo y había estado a punto de matarlas.
—No. Otra vez no —rogó Leticia en voz baja.
—Me temo que Ningún Lugar nos tenía algo reservado para hoy.
Se acercaron con precaución al pedrusco. Tenía el tamaño de un balón de fútbol y la forma… de un corazón.
—Y encima cae de punta.
Las dos sintieron un escalofrío por lo cerca que les había pasado. Leticia iba a tocarlo cuando Marga la detuvo.
—¡No lo toques, loca! Ha caído del cielo. Está ardiendo.
—Pues no puedo consentir que esto ocurra. ¡Varmus! —gritó—. ¡Varmus! ¡Ven inmediatamente!
—Es un gato, no un perro —dijo Marga—. Dudo mucho que venga si se lo pides. Y no hace falta ni que grites, porque te va a oír igual.
—¡Varmus! —insistió Leticia, ignorándola—. ¡Te exijo que vengas ahora mismo! ¿Es que no me has oído? ¡Ven, Varmus! ¡¡¡VARMUS!!!
Leticia estaba tan enfadada que lanzó el paraguas negro contra el suelo. Por fortuna no le pasó nada. Ese paraguas era resistente a todo.
—Marga, esto ya es demasiado. Ese meteorito nos ha rozado por centímetros. ¿Qué pretende? Podría haberte matado, ¡o lo que es peor! Podría haberme matado a mí.
—No creo que Varmus controle Ningún Lugar tanto como dice, no lo culpes. Lo que debemos hacer es salir de aquí cuanto antes.
—¿Me tomas por idiota? ¿Crees que soy tonta? ¿Que como soy rica soy tonta? ¡YA SÉ QUE TENEMOS QUE SALIR DE AQUÍ CUANTO ANTES! ¿Crees que necesito que me lo recuerden?
—Tranquilízate, Leticia —dijo Marga con voz serena. No había querido ofenderla. Para ella tampoco era agradable estar perdida en ese lugar—. Casi pasa, pero no ha pasado. Así que sigamos nuestro camino y olvidémonos de esta piedra, ¿vale?
—¡Mira!
Del horizonte, que se oscurecía por momentos, salían disparadas tres pequeños destellos. Marga y Leticia los observaron con asombro.
—Qué bonito… —dijeron boquiabiertas.
Los tres destellos se elevaron rápidamente en el aire cruzando la distancia y después fueron descendiendo. Hacía ellas. Eran tres corazones de piedra, puntiagudos, envueltos en llamas.
—¡No!
Fue muy rápido. Esquivaron el primero con relativa facilidad, saltando a la izquierda, y el segundo colisionó entre las dos, arrojándolas a la arena. Marga tuvo que moverse rápido para evitar el impacto del tercero, que se clavó donde medio segundo antes estaba ella tumbada.
—Nos están disparando.
—¡Eso ya lo sé! —gritó Marga alterada. No era normal en ella perder los papeles de esa manera, pero había visto lo cerca que había estado de no esquivar el último corazón a tiempo. No quería ni imaginar lo que habría pasado si le hubiesen fallado los reflejos.
De nuevo, los destellos surgieron del horizonte. Eran una decena. Y ya no resultaban tan bonitos.
—¡CORRE! —gritó Leticia.
Era difícil saber qué dirección tomar, porque las piedras parecían saber dónde ibas a poner el siguiente pie. Uno que pasó demasiado cerca prendió fuego a la camisa de Leticia, y no se apagó hasta que se revolcó en la arena. Incluso con eso, podían considerarse afortunadas. Habían esquivado cinco de los peligrosos corazones en punta cada una.
Pero la situación sólo podía empeorar: las piedras que habían dejado atrás habían estallado en llamas, y no podían retroceder sin cruzar una barrera de fuego. Las fuerzas de Ningún Lugar estaban creando un muro de llamas que obligaba a Leticia y Marga a seguir avanzando. La única dirección que podían tomar si no querían ser devoradas por el fuego era el mismo horizonte desde el que se disparaban las piedras. Si sobrevivían a ese día, podían considerarse afortunadas. Y para colmo de males, nuevos destellos surgían en la distancia, más destellos de los que eran capaces de contar. Ya no eran tres ni diez, sino decenas. Se acercaban a gran velocidad.
—¡Vamos a morir!
Marga y Leticia se cogieron con fuerza de la mano para enfrentarse a la nueva ofensiva, pero tuvieron que separarse con el primer pedrusco. Leticia, con más agilidad, esquivó el segundo. Marga, que llevaba el paraguas en una mano, apenas tuvo tiempo de apartarse del objetivo del que se le venía encima.
A la velocidad de un rayo, cada una tuvo que enfrentarse a otra piedra con forma de corazón. Las dos la evitaron por los pelos, y todavía contuvieron el aliento para el siguiente ataque. Marga, más lenta, pudo separarse suficiente. Pero el exceso de confianza le jugó una mala pasada a Leticia, haciéndole perder el equilibrio y cayendo de bruces al suelo. Marga saltó a tiempo para que la nueva piedra no la derribase y Leticia, que apenas conseguía levantarse, sintió el calor de otra en su rostro. Pero se acercaba una nueva piedra directa a donde estaba ella, y el miedo la había paralizado. Marga corría en su ayuda más rápido que nunca. Se lanzó al suelo y abrió el paraguas a tiempo para que la piedra golpease la tela y saliese rebotando en el aire. Leticia la miraba boquiabierta, y su piel estaba más blanca que la porcelana. No podía creer lo que acababa de suceder y lo cierto que es Marga, a pesar de lo mucho que había arriesgado con su temerario salto, tampoco.
—Gra… gra… cias —La voz le temblaba.
Marga sostuvo el paraguas con todas sus fuerzas para repeler el nuevo corazón. De nuevo, el paraguas actuó como un escudo mágico y sin sufrir el más mínimo rasguño o quemadura desvió la dirección del golpe. Las dos chicas trataban de asimilar la suerte que tenían.
—Tenemos que levantarnos —dijo Leticia, recobrando el aliento—. O el fuego nos devorará.
Era cierto: aunque habían conseguido la manera de evitar que las piedras las aplastasen, el fuego que las seguía detrás no detenía su paso y avanzaba rápidamente hacia ellas. Se levantaron y sujetaron el paraguas de nuevo cuando otra piedra cayó del cielo contra ellas. Así siguieron su paso, con las llamas por la espalda y las piedras por delante, cada una tan letal como las otras.
—Tú espera a que me encuentre a Varmus y verás —dijo Marga enfadada—. Voy a despellejarlo vivo.
—¿No eras tú la que le defendía? —Ni en las peores situaciones Leticia perdía su perspicacia.
—Cuando he dicho eso todavía no sabía lo que era jugar a esquivar meteoritos.
Leticia sonrió y Marga la imitó. No bajaron la alerta cuando otra piedra se estampó contra el paraguas a modo de escudo. Ellas seguían avanzando y defendiéndose de los ataques con relativa monotonía. Ni siquiera el impacto de la veloz piedra contra el objeto negro las sacudía: el paraguas era mágico incluso para eso.
—Has estado genial, de verdad —dijo Leticia con sinceridad—. Has arriesgado tu vida por salvarme a mí.
—Si no estuviese loca como tú dices, nunca se me habría ocurrido abrir el paraguas para protegernos. Pero me temo que este artilugio no es tan común como pensé la primera vez que lo vi.
—O quizá fue que no te quedaba otra alternativa. Viéndote la muerte tan cerca, haces cualquier locura. Sólo cuando ya no hay nada que perder.
De nuevo, otra piedra enorme golpeó contra el paraguas.
—¿No estábamos hablando de chicos? —dijo Marga, aparentando normalidad en medio de aquel caos natural.
—Sí, y te decía que lo intentes con Félix.
—¿Acaso no te parece guapo? —Marga tenía una mirada embobada que hizo reír a Leticia.
—Si te soy sincera me parece un chico horrendo, pero si en algo coincidimos tú y yo es que no coincidimos en nada. Puedes estar tranquila, que no te lo voy a quitar.
Marga no sabía si tomar eso como algo positivo o negativo.
—Tengo que reconocer una cosa: quizá, y sólo quizá, tú tengas más experiencia que yo en el amor.
—¿Y dices “quizá”? —preguntó Leticia con burla—. Es evidente que la tengo. No has podido estudiar el amor en ningún libro, así que tu conocimiento al respecto es nulo.
Otra piedra esquivada.
—He leído a Jane Austen. Eso debe servir de algo.
—Sí, seguro. –El sarcasmo era evidente—. He visto de principio a fin la telenovela de La frutera apasionada, y te aseguro que después de cuatrocientos ocho capítulos no aprendí ni la mitad de chicos que en mi primera cita con Jordi, mi ex ex novio.
—¿Cuántos novios has tenido? –preguntó Marga.
—Sergio Valencia fue en la guardería, Jordi Gisbert hace dos veranos y Luis Calduch el curso pasado. Tres en total.
—¿Luis Calduch? ¡Luis va a nuestra clase!
—¿Me lo dices o me lo cuentas? Pero lo nuestro no funcionó. Estuvimos juntos durante cinco semanas y tres días. Sólo lo sabía mi amiga Bárbara, por supuesto. Pero salió mal. Nunca hubiese imaginado que Luis simpatizaría con los Insignificantes hasta convertirse en uno de ellos.
—Luis me habla a veces —dijo Marga triunfal. Se sentía importante cuando un chico relativamente popular como él le dirigía la palabra.
—A eso me refiero, Marga: yo no podía ser la novia del Amigo de los Insignificantes. Habría echado mi futuro como famosa a perder. Porque todo se acaba descubriendo, incluso tus novios de la juventud. El pasado siempre vuelve, Marga, siempre vuelve.
Dos pedruscos golpearon el paraguas al mismo tiempo. Leticia se asomó un instante por fuera del paraguas y descubrió aterrada cómo se acercaban cientos de piedras. Aquello no parecía tener fin.
—¡Mira el fuego! —exclamó Marga—. Parece que retrocede.
Se sentaron en la arena y colocaron el paraguas para que ninguna piedra las alcanzase. Por fortuna, era suficientemente grande como para cobijar a las dos, siempre y cuando se encogiesen y sin dar lugar a las comodidades. Pero al menos podían descansar mientras la lluvia de corazones en punta estaba en su apogeo. Siempre y cuando el paraguas las protegiese, aquello ya no suponía un peligro.
—No sé qué haré primero cuando llegue a casa —meditó Leticia.
—Yo buscar “Ningún Lugar” en un mapa, seguro.
—Ya lo sé: me ducharé, llamaré a Bárbara, le contaré todo a mi querido padre, le pediré que me compre un diamante para compensar los siete que he perdido, llamaré a la prensa y les contaré en primera persona cómo sobreviví a semejante calvario.
—Comparada contigo, sueno bastante aburrida.
—Es que lo eres, cariño. Qué le vamos a hacer.
—Pues yo dudo mucho que nadie nos vaya a creer nunca. Intenta contarle a alguien que has volado con un paraguas, que un desierto se ha transformado en un mar, que has encontrado decenas de diamantes y todos perfectamente pulidos para más inri, y ya verás cómo se ríen de ti.
—¿Y qué se supone que tengo que decirles, entonces? Porque algo tendremos que decir para explicar por qué hemos desaparecido de casa durante días. Aunque por otro lado, deben suponer que no ha sido por gusto, o de lo contrario nunca me habría ido contigo.
—Siempre tan amable, Leticia.
—Pese a todo, no lo estoy pasando taaaaaaan mal contigo —admitió con cierto esfuerzo—. Si no fuese porque te conozco de antes, incluso te invitaría a formar parte de mi grupo de populares. Claro que te pesa la fama.
—No sé si sentirme alagada o humillada.
—¿Y yo? ¿Te caigo mejor después de estos días? —Leticia exageró tanto su sonrisa que casi se le salió la dentadura.
—Bueeeeno. Bien. He aprendido a entenderte, que no es poco. No estaba equivocada en tu forma de ser, solo que ahora creo que comprendo por qué eres como eres.
—Debe ser guay convivir con alguien como yo. Creo que sé cómo te sientes, porque yo una vez estuve a cinco metros de Shakira.
Sin darse cuenta, el número de piedras que caían del cielo fue descendiendo hasta no quedar ni una. Pero antes de que la última piedra con forma de corazón se clavase a pocos metros de las dos y su fuego se apagase, ya se habían dormido. Un nuevo día llegaba a su fin en Ningún Lugar.
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