En medio de la miseria, demasiados territorios ignoraron el jueves el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Tampoco lo celebraron el viernes, ni ayer, ni seguro que oyen hablar de la fecha ni hoy ni mañana ni al otro. Sólo silencio. Porque nadie los informará de lo que es un derecho básico tan valioso como los demás, aun cuando creemos que sólo pertenece a los periodistas.
La libertad de prensa deriva de la libertad de expresión, un derecho reconocido en Declaración Universal de los Derechos Humanos. No te da de comer ni salva a tus hijos. Para algunos, es un derecho menor si se compara con otros más rimbombantes, como la abolición de la esclavitud (no es un derecho trasnochado. ¡Todavía hay esclavos en el mundo! Y lo que es más preocupante: ¡cada dos días descubren PERSONAS en situación de esclavitud dentro de nuestro país! ¿Cuán largas son las patitas de la locura? ¿Es que no tiene coto la maldad?) o la erradicación de torturas, que ni tan solo un mísero (y tan miserable) etarra puede merecer.
La libertad de expresión (y su extensión de prensa) no salva vidas, porque a nadie le va la vida en palabras, pero no la subestimemos por ello. No es un derecho de segunda como podría parecer, sino un derecho en todo su haber, sino el Derecho de Todos, porque ningún otro derecho del mundo garantiza la vigilancia del cumplimiento de todos los demás. No es broma: si un tirano (da igual la talla, los hay en todos los regímenes) quiere podar cualquier derecho, el primero al que atacará será la libertad de expresión. Una vez ponga bozal al pueblo, tendrá vía libre para atropellar el resto de derechos. Nadie podrá denunciarlo (al menos en ese lugar), de modo que la oposición estará más lejos y su poder quedará felizmente implantado para torturar, matar o someter. Las revoluciones y derrocamientos tardan mucho más cuando no sabes lo que piensa el de al lado, cuando tienes miedo a que el de al lado sepa qué piensas. La libertad de expresión es un derecho sagrado y el único adalid de todos los demás. Hay motivos de sobra para celebrarlo. Más razones para protegerlo.
Por desgracia, no hay que ir hasta el Tíbet, China o Cuba para que a uno le pongan un bozal. La censura continúa en España aun después de Franco y no nos encandalizamos lo suficiente cuando personajes como el Rey provocan un hermetismo informativo digno de repúblicas bananeras. Treinta años de democracia y todavía seguimos sin saber a qué se destinan los presupuestos de la Casa Real. Que un diputado (da igual que sea de ICV que del Partido Anti-Campechanería) descubra que una misteriosa cinta de correr último modelo se ha pagado con el presupuesto del Patrimonio Nacional y ha acabado misteriosamente en la Zarzuela, como si Su Majestad fuese un rey Midas que convierte en bien público cada cosa que pisa, y que el Congreso ni siquiera admita su pregunta. Es preocupante, como cuando los medios saben de actividades del Rey (tan inapropiadas como las de Urdangarin y desde hace mucho más tiempo) y se las callan como putas. Porque no conviene. Porque no hay cojones. Incluso en programas como Sálvame, donde invocan a exlocutoras de radio muertas para violarlas en directo y teatralizan el aplastamiento diario de la privacidad del resto, incluso en esos programas el director manda callar cuando se dice algo de más del Rey. Sabe que después vendrá una llamada de arriba. Dios sabe qué vendrá a continuación. Nadie que defienda las libertades quiere matar al Rey: lo único que pretendemos es que se gane su prestigio (y permanencia) con la exposición de la justa y medida libertad de expresión y no con un silencio de estupor y temblores digno de emperador clásico. Sólo cuando nuestro Rey se someta al mismo escrutinio que el resto de monarcas europeos podremos comparar monarquías. Mientras tanto, el prestigio de Juan Carlos es de pandereta. La mentira de un teatrillo de treinta años.
La libertad de expresión y la erradicación de la censura tampoco termina en la casa del Rey. Allá donde falten derechos, las voces deberán sonar con todo su esplendor. Ocurre con los grandes medios de comunicación, cuando se cuidan de no mancillar el nombre de ciertas macroempresas con polémicas de cuidao, pero que llenan sus espacios de anuncios. Ocurre también a nivel local, con el cacique de turno, capaz de lo imposible por mantener su poder: hay que ser muy valiente para plantarle cara a los malos.
Nuestro compromiso no acaba con defender la libertad de expresión: tenemos que atacar la censura en cualquier forma y cualquier lugar. Erradicar un mal enfermizo que se apoya siempre en excusas peregrinas para defender lo que, de ningún modo, sobresale sobre lo trascendental: el derecho a expresarnos. Nos volveremos locos si invertimos el orden de los factores y protegemos antes lo secundario que lo principal. Incluso cuando no nos guste escuchar lo principal y nos sintamos muy cómodos en lo secundario, incluso en ese caso, tenemos la obligación de proteger la libertad de expresión. Los dictadorcillos nunca fueron muy listos y cuando los oprimidos logran quitarse el bozal, gritan con mucha más fuerza que antes. Lo que al principio eran susurros enmudecidos se convierten de pronto en gritos de mil decibelios y el mundo abre los ojos, porque la denuncia se escucha allí y otros mil lugares. A los violentos se les hace más difícil noquear el resto de derechos: ahora tienen demasiados ojos observando cada paso que dan. Y lo más importante: el pueblo comienza sus movimientos. La caída del régimen llegará antes o después. Porque gracias a la libertad de expresión, alguien pudo decirlo. El resto es historia.