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Vuelve «Libreros», el webcómic sobre libreros


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Mi día como interventor

Hace dos años, después de las elecciones municipales y autonómicas, escribí un post con mi experiencia (o entrada, o artículo, o como demonios lo queráis llamar. Post es un anglicismo demasiado evidente y artículo o columna resulta demasiado pretencioso para alguien como yo). Aunque no milito en ningún partido político, durante esa campaña colaboré con UPyD y me pidieron (como a cualquiera que pasa medio minuto por ahí. No os creáis que existe un proceso de selección de ningún tipo) participar en la jornada electoral como apoderado. Dije que sí. Todavía no sabía lo que me esperaba (porque ser interventor es, sobre todo, un aburrimiento. Y naturalmente lo haces gratis).
Después de escribir mi experiencia de aquel día, decidí guardar el texto en un cajón y jamás lo publiqué. Voy a hacer memoria: creo que lo hice porque no quería significarme tan abiertamente por un partido político, y decir a las claras que había colaborado en un colegio electoral, durante una jornada de elecciones, me parecía una declaración a los cuatro vientos. La otra opción era ocultar las siglas del partido para el que había sido interventor, pero bien pensado, eso sería peor: prefiero posicionarme por uno que ser sospechoso de colaborar con otro; no hay más que ver el patio. Supongo que ahora me da un poco igual lo que piense nadie porque estoy muy lejos de ser el votante perfecto, que defiende a su partido sobre todas las cosas. Como sigo sin tener el carné de ninguno, no tengo que rendir cuentas. Tampoco me hace falta recular. No tengo nada de lo que avergonzarme. Si recupero este artículo ahora, es por dos motivos: a) no tenía ninguno para este domingo (el más poderoso) y b) conviene recordar que hay muchos modos de falsificar unos resultados, y si esto ocurre en un colegio electoral de Madrid, no quiero pensar lo que pasará en una aldea abertzale adonde no va ningún apoderado de la oposición. También porque quiero pensar que la urna no son las elecciones, sino el final de las elecciones, y que hay muchas más formas de violar la democracia que cambiar las papeletas de sitio. Eso lo digo por Maduro en Venezuela, donde no dudo (o prefiero no dudar) que sus votos son los que dice, pero eso no lo convierte en más democrático, cuando ha aplastado los principios democráticos en cada fase hasta antes de abrir el colegio electoral. Que la votación sea de acuerdo a la ley es lo de menos, cuando el proceso previo ha apestado desde el principio. Una junta electoral no sólo debe sumar papeletas, sino velar por la dignidad de la democracia desde el minuto uno. Maduro no tiene ni idea de qué va eso. Pero no me enrollo más. Esto es lo que escribí en mayo de 2011:

El 22 de mayo ejercí de apoderado en un colegio electoral, lo que significa que tuve que cuidar porque el proceso fuese lo más limpio posible. Yo como representante de UPyD, frente a seis del PSOE y casi una quincena del PP. De IU ni rastro, así que me atribuí la responsabilidad personal de que sus papeletas estuviesen visibles de sol a sol. Una de las costumbres más típicas de las jornadas electorales, como fotografiar a las monjas votantes o a la novia que pasa por la urna antes de ir al altar, consiste en tapar las papeletas de los partidos que no te gustan. Así la gente no las encuentra y no las puede votar. A muchos les da palo preguntar dónde están las papeletas de X partido, así que votan en blanco o eligen cualquier otra opción. Es un éxito para los saboteadores. Durante la jornada electoral vi como la pila de UPyD e IU desaparecía unas cuantas veces, mientras que la del PSOE y PP estaba siempre visible. Me ocupé de rescatar la de los comunistas tantas veces como la de los magentas; me gustaría pensar que ahí donde no hay interventores de todos los partidos, hacen lo mismo con otros. Si no a qué jugamos a la democracia.
El ambiente entre apoderados fue bueno todo el día, hasta el momento del escrutinio: ahí es cuando algunos, no importan las siglas, sacaron su peor rostro. Querían que las papeletas partidas por la mitad contasen a su favor, pese a que el votante había querido expresar precisamente su repulsa (y yo vi a más de uno romper la papeleta con saña un segundo antes de meterla en la papeleta. ¿Cómo le sentaría a ese que luego su voto sumase al que quería criticar?). Si había treinta papeletas rotas del PP y otras tantas del PSOE, se las contaban como votos buenos. «Es lo que hemos hecho siempre», me dijeron sin ninguna vergüenza. Lo mismo con las tachaduras y anotaciones del orden de «chorizos»: también querían sumarse los votos como válidos. No es que quisiesen: es que así lo llevaban haciendo desde hacía nosecuantas convocatorias electorales. Yo, que soy tan ingenuo como para creer que nadie puede jugar tan sucio en democracia, tuve que acabar llamando al responsable de centro (que obviamente, me dio la razón). Los otros seguían erre que erre con que «El manual no dice expresamente que una papeleta partida en dos no sea una papeleta». El manual está escrito para gente con sentido común, no para relativistas de la democracia. Gracias que no llegó la sangre al río. El responsable del Ministerio de Interior se puso de mi parte, y a partir de ahí hicieron la de donde dije digo digo Diego.
El proceso, tan riguroso desde que se abren hasta que se cierran las urnas, pierde todo su rigor al empezar el recuento. Presencié seis escrutinios y en los seis, podrían haber manipulado los resultados de cualquier forma: estaba cada uno tan concentrado en lo suyo, sin mirar lo que hacía el de al lado, que cualquier apoderado podría haber abierto su mochila, sacar papeletas de su partido y dar un cambiazo de votos por los suyos. Estoy seguro de que no ocurrió en mi colegio electoral, pero por lo que presencié en las seis mesas, podría haber ocurrido en todas. Miedo me da lo que ocurrirá en otros lugares.
Lo que salió de algunos sobres también es interesante, porque al final las papeletas rotas son lo de menos: los hubo que escribían peroratas en papel de libreta («¡El sistema es un fraude!» y otras sentencias del estilo), los que hacían dibujos o incluso el que se curraba un voto en blanco con una auténtica papeleta en blanco en el interior. Hubo quien se me acercó al salir del colegio electoral para preguntarme si UPyD es el partido de Rosa Díez, «porque acabo de votar y espero no haber metido la pata», o el que nos decía que todo era una mentira. Otro compañero me contó que la hermana de cierta presidenta votó en su colegio y le dijo: «Yo voto a UPyD en generales, europeas y municipales, salvo en autonómicas, pero porque está mi hermana».

No es que «Friends» no vuelva

Pertenezco a la (multitudinaria) generación Friends. Recuerdo ver los capítulos a mediodía, en una televisión minúscula, y discutir con mis hermanos sobre quién era el más insoportable del grupo (la incógnita se reducía a Phoebe o Joey. Yo apostaba por este). También recuerdo las noches de los domingos, cuando Canal+ estrenaba episodios nuevos y nos tragábamos los especiales previos, porque hace nueve años la idea de descargar series por Internet era inimaginable y apenas existían comunidades fans con las que intercambiar espóilers. Todavía descargábamos la música con Napster, con eso lo digo todo. Y recuerdo la emoción del episodio doble final, cuando conocimos el desenlace de cada uno, y la sensación de nostalgia absoluta en el momento en que los personajes dejaron las llaves de la casa principal en la encimera y abandonaban uno a uno el decorado más famoso que ha dado una serie de televisión. Aún hoy, casi una década después, se me ponen los pelos de punta al recordar el barrido a cámara lenta del salón vacío, para siempre, porque Friends no iba a ser Friends nunca más. Supongo que una de las virtudes del guión, además de ser muy divertido, es que nos metió en la ficción y los hicimos nuestros amigos.
Con un producto tan redondo que terminó más por cuestiones presupuestarias (¡y sin efectos especiales! Pura nómina de reparto) que de audiencia, es normal que no paren de salir rumores para el regreso. Con el décimo aniversario a la vuelta de la esquina se multiplican, y los creadores no quieren jugar a la doble decepción. Por eso sale Marta Kauffman (¿cuántas veces vimos su nombre en los créditos?), cocreadora de la serie, y desmiente que vayan a volver. Pero las declaraciones de Kauffman no terminan ahí, sino que van más lejos cuando explica: «Friends era sobre una época de tu vida en la que tus amigos son tu familia, y cuando después formas una familia, ya no hay necesidad». No es que los chicos de Friends no vuelvan, sino que para la creadora, prácticamente han dejado de existir como tal.
Las palabras de Kauffman llevan días dando vueltas a mi cabeza. De pronto me he descubierto siendo mucho más fan de la serie de lo que creía (estaba en la media de la Escala Fan) y preocupado por replicar a una verdad dolorosa: cuando creas una familia, renuncias a tu vida anterior.
Me preguntaba qué habría sido de Chandler, Monica, Rachel, Ross, Phoebe y Joey. ¿Se verían con los niños corriendo debajo de la mesa? ¿Sus conversaciones se transformarían en aburridos intercambios sobre pañales y vacunas, o mantendrían su esencia sin renunciar a la paternidad? ¿Seguirían siendo amigos, en resumen, o se transformarían en simples colegas que se reúnen de tanto en tanto, como en un aniversario de graduación?
Seguí pensándolo y comprendí que los destinos de los personajes de ficción no me importaban tanto. Estaría bien saber qué ocurrió diez años después, no lo niego, pero me da exactamente igual. Lo que me ha hecho pensar durante toda la semana es la declaración de la creadora y asumir esa losa en mi vida. En la de todos. En la de los que todavía estamos en esa juventud en la que los amigos son vitales, y que imaginamos que lo serán por siempre jamás. Muchos nos criamos con una idealización de la amistad alimentada por Friends, y ¡oye! no nos ha ido tan mal. La vida demuestra que se puede, que da igual la distancia o el tiempo, que tus amigos están ahí. Por eso, cuando Friends esa una figura tan idealista de la amistad, que la creadora te diga que se-acabó te cae como una jarra de agua fría. Y te lleva a preguntar: «¿Me ocurrirá a mí también? ¿Se acabará cuando crezcamos y formemos nuestras propias familias?».
Nunca sabes las vueltas que da la vida. Ni cuál es la experiencia de Kauffman para llegar a esa conclusión. Quizá sus amigos no eran tan buenos como los de su serie. O quizá dentro de quince años, cuando pase el tiempo, reciba una llamada y retoma una amistad que nunca debió abandonar. Quién sabe: quizá nos espera una madurez aburridísima, o distinta con sus virtudes y defectos, y recordemos esta época de nuestra vida, con amigos tan valiosos, como algo que fue bonito mientras duró. Pero no me lo creo. Prefiero pensar que nuestra historia de amistad no terminará aquí. Que nuestros hijos no sustituirán a nadie y serán nuevos personajes de nuestras vidas, fichajes de temporada (que se quedan para siempre). Si no, que me expliquen el «I'll be there for you».