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I. Leticia - II. Marga

CAPÍTULO I
LETICIA

Había llegado el gran día. El sol estaba radiante y ninguna nube podía ensombrecer la ilusión de los escolares. A las nueve y siete minutos de la mañana una limusina que parecía bañada en plata se detuvo frente a la puerta del colegio Albereda. El conductor, un uniformado filipino, corrió rápidamente a abrir la puerta trasera derecha. Hacía lo mismo cada mañana y tarde.
Del interior del vehículo se asomó una pierna joven y bronceada, con calcetines altos de azul marino. Detrás de ella salió una maquillada quinceañera, de cabello castaño, largas pestañas y finos labios con brillantina, un poco alta para su edad y más desarrollada que sus compañeras, vestida con una impecable camisa blanca, una falda de cuadros azules y un suéter de idéntico color colgando de los hombros. Lo primero que hizo al pisar en la acera fue ponerse sus caras gafas de sol. Una vez nadie veía en qué dirección miraban sus ojos, observó a todos y cada uno de los estudiantes que aguardaban en el patio el sonido de la sirena. “Tan vulgares como siempre”, fue su contundente veredicto matinal.
Sin despedirse del chófer, tomó su bolso de primer lunes de mes y caminó en dirección al edificio. Sus pasos, marcados y decididos, eran una advertencia para los demás: ella era quien mandaba.
Al pasar junto a los chicos de un curso superior se oyó más de un cuchicheo. Ella lo advirtió, pero no aminoró el paso. Nadie le importaba a excepción de ella misma y Federo Concordia. Él estaba en el corrillo, bromeando con sus amigos. Era el chico más popular de la escuela y tuvo la impresión de que le miró por un segundo. A la joven se le aceleró el corazón.
Subió las escaleras del vestíbulo y cruzó el pasillo que llevaba a su clase. A esas horas todo era un ir y venir de alumnos somnolientos con poca intención de escuchar lecciones de matemáticas o geografía. Muchos se paraban a mirarla sumidos en una mezcla de envidia y admiración. Una chica maliciosa de último curso gritó “¡pija!” entre el gentío y sus amigos le acompañaron en las risas. “Escoria”, replicó entre dientes. Pero nadie la oyó.
Con la frente bien alta y haciendo caso omiso de los mayores (los únicos que no entendían su autoridad), entró al aula y se dirigió a su pupitre en la última fila. Dentro de esas cuatro paredes, ella era la jefa, la indiscutible reina, y la silla pegada a la ventana en la última fila era su trono. Con gran delicadeza, abrió el bolso sobre su mesa y sacó todos y cada uno de los objetos del interior: un teléfono móvil de última generación, una cámara de fotos digital del tamaño de una baraja de cartas, un pequeño kit de maquillaje y una revista “de adolescentes” (como llamaba su quiosquera a La Chismosa). Aquel era su equipaje para la excursión, un viaje a la aldea de Villa Seishuesos organizado por el profesor don Domingo.
—¡Leticia Sopri! —exclamó Bárbara al verla. Tenía la costumbre de llamar a la gente por su nombre y apellido, una costumbre que no disgustaba a Leticia siendo hija de quien era-. Estás fabulosa. ¡Oh, criatura! ¡Quiero unas gafas de sol como las tuyas!
Bárbara Espill era su mejor amiga, compañera de compras y confidente de casi todos sus secretos. Obviamente, también era popular, y en la jerarquía de la clase podía considerarse segunda en discordia. Era casi tan alta como Leticia, casi tan rica como Leticia y casi una copia idéntica de Leticia. Desde los cuatro años eran inseparables, a excepción de dos meses a los trece en los que no se dirigieron la palabra. Fue a raíz de una discusión sobre los colores que combinaban con el malva.
—Estoy enfadada con mi padre, Barbi —le dijo Leticia—. ¡No te lo vas a creer! Me ha prohibido traer mis zapatos de punta a la excursión.
—No… —respondió la otra, incrédula—. ¡Es el gran día, Leti! No tendremos otra ocasión como esta hasta el curso que viene. Y quién sabe si los chicos del Homero volverán a coincidir con nosotras. Tenemos que estar fabulosas si pretendemos gustarles.
El colegio Homero estaba en la misma ciudad, y se decía que los chicos más populares estudiaban ahí. Aquél día, los alumnos de las dos escuelas irían al mismo lugar de excursión, y tanto Leticia como Bárbara estaban dispuestas a aprovechar la ocasión al máximo. Pero, aunque su amiga no lo supiese, Leticia no tenía que irse tan lejos para ver a su amor secreto. Los chicos de un curso superior también irían a la excursión, y Federo Concordia estaba entre ellos. En realidad no le preocupaban lo más mínimo los planes de los chicos del Homero.
La puerta de la clase se volvió a abrir y entró una chica de baja estatura, gafas de culo de botella y pelo rubio enmarañado. Corrió a sentarse en su silla de primera fila, la más cercana al profesor.
—¿Es necesario que Margarita Marlot venga a la excursión? —protestó Bárbara enfadada-. Ese monstruito sabelotodo puede espantarnos a los chicos del Homero. ¿Y si piensan que todas las del Albereda somos como ella? ¡Qué horror!
—¿Te has fijado en su uniforme? —siguió Leticia—. Apuesto a que las camisas del mercadillo son más caras que la suya. ¡Y qué zapatones! Los podría utilizar para aplastar gallinas…
La chica no escuchó sus comentarios jactantes, porque se puso a hablar con un compañero de su derecha, ajena a las críticas. Leticia y Bárbara retomaron sus asuntos de chicas populares.
—¡Lástima que Vanessa no pueda venir! No podremos ser El Trío sin ella.
—Aún siendo dos, valemos infinitamente más que los Insignificantes.
—¡Insignificantes! –exclamó Bárbara, llamando la atención de los que estaban a su alrededor—. En cualquier caso, si mi madre me propusiese ir de compras a Nueva York, yo también estaría allí. ¡Cuánto envidio a Vanessa Bo!
Don Domingo, su tutor, entró al aula y cerró la puerta tras de sí.
—Ha llegado el día —anunció el viejo profesor a toda la clase—. Me he esforzado mucho organizando una visita a la aldea de Villa Seishuesos, pero ya verán cómo sus edificios del siglo XVIII merecen la pena. Veremos en la práctica todo lo que hemos estudiado durante el trimestre. Pero bueno, veo que están listos, así que no tienen ningún sentido repetir lo que ya sabéis. Ahora bien: no desobedezcan mis órdenes, atended al guía (y eso no significa pedirle matrimonio, señorita Agur, que nadie ha olvidado el ridículo que nos hizo pasar la última vez que fuimos al Oceanográfico), y sobre todo, no se separen del grupo. Sus padres han firmado una autorización en la que nos hacen responsables de vosotros, así que desde que pongan un pie en Villa Seishuesos hasta que suban de nuevo al autobús, no hagan ninguna tontería. Eso si quieren aprobar mi asignatura. ¿Alguna pregunta?
Media clase alzó la mano. Don Domingo tomó una bocanada de aire.
—¿Y bien, señor Mussol? —preguntó con una impaciencia patente.
Nicolás Mussol, un chico enclenque de segunda fila, “Insignificante de Primer Grado” en la jerarquía de Leticia, habló con su característico tartamudeo:
—¿Po-po-de-mos lle-va-var-nos el bo-cata de nuestras madres?
—¿Alguna pregunta que no tenga que ver con los bocatas que la cocinera Pepita os ha hecho con tanto cariño?
La mayoría bajó la mano. Los bocatas de Pepita eran conocidos por su pan duro y su ausencia de sustancia. Corrían rumores de que ni los cerdos podían comérselos, aunque nadie recordaba quién había llevado a cabo el experimento.
La segunda en preguntar fue la empollona Margarita Marlot. Leticia y Bárbara fruncieron el ceño al escuchar su voz.
—He leído en Internet que en Villa Seishuesos se encuentra una exquisita pinacoteca, inspirada en la apicultura. Considero que sería todo un acierto visitar este museo.
Margarita Marlot tenía la virtud de ser pedante todos los días de la semana, a cualquier hora y sin agotarse.
—Pero señorita Marlot —respondió el profesor—, ya sabe usted que tenemos toda la visita planificada. Es una lástima, pero me temo que no disponemos de tiempo y…
—Ya lo tengo todo pensado —dijo con rapidez, cogiendo al profesor por sorpresa—. Si vamos de la una a las dos, la visita es completamente gratuita por ser un grupo escolar. Podemos tomarnos un breve descanso en el jardín del museo para comer. Le doy mi palabra de que no se arrepentirá.
Don Domingo sopesó la propuesta por unos segundos.
—Está bien —dijo al fin—. Sí, se acepta la sugerencia. Esto hará la excursión todavía más amena de lo que yo pretendía. Gracias por su sugerencia. Y los demás podrían tomar ejemplo de la señorita Marlot, que se ha preocupado en investigar antes de hacer la visita.
La clase por completo murmuró su desaprobación, pero nadie salvo Leticia tuvo valor para quejarse.
—¡No es justo! —gritó—. Tenemos una hora para comer en la plaza del pueblo, y en su lugar vamos a ver unos cuadros estúpidos de pipicultores. ¿Cuándo se supone que vamos a descansar de todas las actividades de la mañana?
Era la única que se había percatado de que si a la hora de la comida visitaban un museo, no tendrían tiempo para descansar con los chicos del colegio Homero… o de un curso superior.
—Señorita Sopri: en primer lugar son apicultores, no pipicultores. Y segundo: va a comer igual, lo único que cambia es el descanso por la interesante visita a un museo. Debería estar agradecida a su compañera.
Leticia se tragó toda su ira: quería gritar que no le importaban los museos, que Margarita Marlot era una estúpida Insignificante y que si iba a esa excursión, sólo era para estar un rato a solas con el chico de sus sueños. Pero no dijo nada. Simplemente apretó los puños y clavó su mirada más rencorosa en Marga, la culpable de la situación. Deseó encontrar el momento perfecto para vengarse.
—¿No hay más preguntas? ¿Pues estupendo, porque es la hora —anunció don Domingo, mirando el reloj—. Pónganse en fila y síganme. El autobús está esperando en la calle.
La clase obedeció en el acto. Siguieron la estela del profesor hasta la calle, donde aguardaba un enorme autobús de color gris. El conductor, un viejo al borde de la jubilación, chupaba con esmero un cigarrillo apoyado en la puerta.
—Es asqueroso —fue lo primero que dijo Bárbara al verlo—. No es justo que nosotras tengamos que ver esa aberración al buen gusto. Pienso decírselo a mis padres. No pagamos para “esto”.
Leticia asintió, subieron al autobús y se sentaron al final, donde podían controlar a todos sus compañeros. Miriam, Borja, Chema y Jessica, su séquito fiel, tomaron asiento a su alrededor. En realidad, Leticia no consideraba amigos a ninguno de ellos a excepción de Bárbara, pero necesitaba gente a su alrededor si quería ser la más popular de clase. “No son muy listos”, había escrito alguna vez en su diario, “pero me hacen sentir importante”. Y era cierto. Aquellos cuatro chicos y chicas se habían convertido en su séquito durante los últimos años, no por generosidad, sino para sentirse ellos importantes también. Era parte del antiguo juego de la popularidad.
—Ez un azco ir al muzeo —protestó Jessica. Era muy guapa, a excepción de una nariz aguileña que le había valido el apodo de la Urraca entre los Insignificantes—. Vamoz a morir del aburrimiento, ¿verdad que zí, Leticia?
En un grupo tan jerarquerizado como el suyo, era ley consultarlo todo con la líder, aunque se tratase de certificar si el sol era el que provocaba el calor o si dos mas dos son cuatro. Pero lo cierto es que a Leticia no le habría importado ir al museo o incluso al fin del mundo, si era en compañía de Federo. Por desgracia, o por culpa de Margarita Marlot (que venía a ser lo mismo), la nueva actividad les iba a robar todo el tiempo y las pocas posibilidades de pasar un rato juntos se venía abajo como las hojas de un árbol en un golpe de Otoño.
—Por poco pegas a Marlot en clase —rió Borja, que admiraba a Leticia hasta la humillación-. Has dejado claro a esa empollona quién manda en 3.º B.
—Sí, Leti. Tú vales mucho más que esa imbécil. Más que Margarita Marlot debería llamarse Amargadita Marchita.
Todos le rieron el chiste. Leticia fingió que se divertía con tal de no dejar en evidencia la poca gracia de su compañero. Después de todo, era una líder entregada a los suyos.
—Margarita Marlot pienza zer la nueva chica popular de claze —dijo Jessica con malas intenciones—, porque zi no os habéiz dado cuenta, ha dejado claramente en evidencia a Leticia. ¿Verdad que zí?
Leticia sintió un escozor en el estómago. ¿Cómo podía Jessica atacarle de esa manera? Su amiga Bárbara era más cauta.
—Olvídala. Ya le daremos su merecido en el museo. Creo que se va a tragar algún picultero o como se llamen esas cosas.
Poco a poco, la furia se fue apoderando de Leticia. Su séquito tenía razón: Margarita Marlot no podía salirse con la suya.





CAPÍTULO II
MARGA
—¡Mamá, llegamos tarde!
Marga ya estaba vestida, con la mochila colgando de la espalda y aires de impaciencia. Su madre, en cambio, buscaba las llaves del coche entre los cojines del sofá y por la expresión de su rostro había dormido mal. Sucedía lo mismo cada mañana.
—Margarita, no tengas prisa. En cuanto encuentre las llaves nos… ¡mira, aquí están! —exclamó satisfecha—. Ya nos podemos ir. Pero primero déjame que vaya al baño.
Cruzó el pasillo antes de que su hija pudiese protestar. Marco, el viejo fox terrier, fue en busca de caricias a una Marga desesperada. La señora Sanz nunca había sido puntual. La única ocasión en su vida en la que había llegado cinco minutos antes a un sitio fue el día de su boda, y porque pensaba que la misa empezaba una hora atrás.
De su marido, el señor Marlot, sólo quedaban fotografías en el salón y las mesitas de noche de su esposa e hija. Había fallecido cuando Marga tenía ocho años y desde entonces vivían las dos solas. La señora Sanz presumía de ser la mejor amiga de su hija y Marga nunca hacía nada para por desmentirlo. Aunque eso le hiciese pensar en lo penoso de no tener amigos de su edad.
—Ya estoy —dijo la señora Sanz, al volver del baño—. Date prisa, o no llegarás a la excursión.
Minutos después, madre e hija se sumergían en el caos de la ciudad, donde centenares de coches de todos los colores y tamaños se sucedían como hormigas que esperar su turno para entrar al hormiguero.
—Dime, niño… de quién eres… —canturreaba tranquilamente la señora Sanz en medio del atasco. Según ella, los villancicos podían cantarse en cualquier fecha del año, aunque fuese octubre y los termómetros recogiesen máximos de calor.
—¡No llegaremos! –protestó Marga, enfadada. Si no salían pronto de aquel embotellamiento, jamás llegarían a tiempo. Y entonces, el autobús ya se habría marchado, rumbo a Villa Seishuesos.
—Tranquilízate, por favor –le susurró su madre desde el volante—. Claro que llegaremos, y si no llegamos, te prometo que iremos un día tú y yo juntas a ese pueblo. Las dos solas, ¿no te parece un plan estupendo?
Pero no tuvo tiempo de responder, porque el coche pudo avanzar de nuevo. Un rato después llegaron a la calle del colegio, pero ahí el tráfico no estaba menos congestionado. Marga no podía ocultar su histeria.
—Casi hemos llegado, exagerada. Todavía no es ni la hora.
Marga refunfuñó.
—¿Vas a proponerle a tu profesor visitar el museo de los recolectores de miel, cariño? Creo que es una idea muy buena.
La chica sonrió por primera vez en la mañana. Su madre había sabido encontrar su punto débil.
—He recavado información, y no creo que ponga inconveniente.
—Seguro que no. Y tus compañeros estarán encantados. Serás la chica más querida del día.
Marga no respondió. No estaba segura de si a los demás les resultaría interesante el museo, pero no había pensado en ello. Se preguntó qué diría Bárbara Espill al enterarse. O peor aún: Leticia Sopri. Ella era la más popular de la clase, y su aprobación o desaprobación contagiaría a los demás compañeros. Lo mejor que podría pasar es que no fuese a la excusión.
Y entonces la vio. A la misma Leticia Sopri. Salía de una reluciente limusina, con su uniforme impecable y aires de grandeza. Marga se quedó boquiabierta, en una mezcla de envidia y repulsión. Porque aunque Leticia representase todo lo que más odiaba, también era popular, y la gente la quería, le importaba a alguien. Marga no podía evitar sentirse insignificante cuando estaba a su lado.
Bajó del coche –no sin antes dar un beso a su madre- y corrió siguiendo el rastro de Leticia, la chica más popular del curso y la más estúpida, sin diferenciar. Cuando caminaba por el patio sintió como la gente se giraba para mirarla con desprecio. La amargura se apoderó de Marga, quien se hizo la misma pregunta de siempre: ¿por qué la odiaban? ¿Acaso ser la alumna con mayor promedio académico del colegio no era un motivo más que suficiente para que la quisieran, un motivo mucho más importante que tener un padre rico? El mundo se había vuelto loco.
Al subir las escaleras tropezó con un escalón y sus reflejos evitaron que una caída torpe se convirtiese en una de antología. En cuestión de milésimas de segundos pasó del anonimato a ser el objeto de burlas de todos los que la vieron, riendo y señalándola con el dedo. Complemente sonrojada, y con un deseo ferviente de que la tragase la tierra, cogió la mochila que había patinado tres escalones abajo y corrió en dirección a su aula sin atreverse a mirar atrás. Las mofas eran suficientemente groseras como para quedarse y sufrirlas. Siguió su paso sin atreverse a levantar la vista del suelo.
La sirena sonó cuando Marga iba por el pasillo del primer piso. Pronunció una maldición por lo bajini y apresuró el paso. Por suerte, don Domingo, el profesor, todavía no había llegado. Al final de todo no iba a perderse la excursión, pensó con una gran sonrisa en los labios. El día no estaba del todo perdido.
Se sentó en su sitio habitual, en la primera fila, allí donde el profesor podía ver lo interesada que estaba por aprender. No como esas cabeza-hueca de la última fila, que sólo iban a la escuela para pavonearse. Con el ritmo de un autómata abrió su mochila, sacó el estuche, sacó la libreta, cerró la mochila y la colgó de una perchita en su pupitre. Esperó a que llegase el profesor.
—Hola, Marga –dijo alguien a su lado.
Conocía ese timbre de voz, porque soñaba con él cada noche. Se quedó congelada, y al mismo tiempo unas llamas de fuego lamían su estómago. La química de los sentimientos no respondía a las leyes naturales, y eso la inquietaba y asustaba al mismo tiempo.
—Hola, Félix —respondió.
—¿Te encuentras bien?
—¿Yo? Claro que sí, sí, sí, claro —dijo con torpeza—. ¿Por?
—Porque estás muy roja, sólo eso.
Sí que lo estaba. Hablar con Félix siempre la alteraba, porque aunque no lo supiese nadie salvo su madre –que por supuesto, lo sabía todo sobre su hija- pensaba en Félix en cada recreo, al terminar los deberes todas las tardes y al empezar un examen, por difícil que fuese. Pero obviamente, Félix no se fijaba en ella de la misma forma, por mucho que le doliese. Nadie se fijaría en Marga jamás.
Félix era el segundo mejor estudiante de la clase, usaba gafas de pasta y vestía siempre camisetas que le traían sus abuelos de distintos países del mundo. Aquel día llevaba una de “Venezia”, con el león alado de san Marcos atacado por unas manchas de lejía. Su pelo color arena le caía por el rostro y Marga, que lo rozó una vez, había comprobado que era muy suave.
—¿Seguro que te encuentras bien? —insistió Félix. Marga se había perdido en sus pensamientos.
Pero no tuvo tiempo de más. La puerta se abrió de nuevo y entró don Domingo, su tutor. Era un hombre alto, de unos sesenta años, con un cabello blanco engominado hasta la exageración. Estaba de buen humor.
—Ha llegado el día. Me he esforzado mucho organizando una visita a la aldea de Villa Seishuesos…
Marga ya sabía lo que iba a decir su profesor, así que buscó entre sus cosas un papel con la información del museo. Cuando don Domingo dio paso a las preguntas, levantó la mano.
Primero fue el turno de Nicolás Mussol, un chico de pocas luces cuya mayor preocupación era tener siempre un bote de Nocilla en la despensa. El profesor terminó rápido con su duda, relacionada con la comida, por supuesto. Marga preguntó después.
—He tenido ocasión de leer en Internet que en Villa Seishuesos se encuentra una exquisita pinacoteca inspirados en apicultores. Considero que sería todo un acierto visitar dicho museo.
Don Domingo parecía contrariado.
—Pero señorita Marlot… ya sabe usted que tenemos toda la visita planificada. Es una lástima, pero me temo que no disponemos de tiempo y…
—Ya lo tengo todo pensado. Si vamos de la una a las dos, la visita es gratuita por ser un grupo escolar. Podemos tomarnos un breve descanso en el jardín del museo para comer.
El profesor se quedó en silencio, pensativo. Aquellos segundos fueron insufribles. Un “sí” y sería el día perfecto. Por una vez, la gente apreciaría sus ideas brillantes, e incluso le dirigirían la palabra. Con un “no” seguiría siendo la misma Marga a la que todos ignoraban. El corazón le latía a mil por hora. Nadie, ni su propia madre, podía comprender lo importante que era para ella ese momento. Por una vez, podía ser tenida en cuenta.
—Está bien —dijo por fin su tutor, y su rostro se encendió de felicidad—. Sí, se acepta la sugerencia. Esto hará que la excursión sea más amena de lo que yo pretendía. Gracias por su sugerencia, y los demás podrían tomar ejemplo de la señorita Marlot, que se ha preocupado en investigar antes de hacer la visita.
De repente, la clase se convirtió en un hervidero de chismorreos. Marga se desesperaba, ¡no oía lo que decía nadie! Miró a su derecha, esperando la aprobación de Félix, pero éste hablaba con Manuel Barranchina y no podía oír lo que cuchicheaban. ¿Hablarían de lo genial que había sido ella por su propuesta? ¿O dirían que era una idiota por ocurrírsele semejante actividad? Nunca en su vida había estado tan en blanco como en ese momento, ella que siempre lo sabía todo.
Marga salió de dudas cuando la insoportable Leticia Sopri levantó la voz para convertirse en el centro de atención. Se le pusieron los pelos de punta cuando escuchó lo que dijo:
—¡No es justo! Tenemos una mísera hora para comer en la plaza del pueblo, y en su lugar vamos a ver unos cuadros estúpidos de pipicultores.
¡Menuda idiota!, pensó. Leticia no sabía ni qué era un apicultor, y sin embargo se creía con derecho a criticar su propuesta. Pero lo peor estaba por llegar: la gente asintió a su propuesta, dejando a Marga sola ante el peligro. Félix no hacía nada. Se mantenía al margen.
El profesor mandó callar a Leticia y se resistió a hacerle caso. La hija del empresario se acobardó, o esa fue la impresión que le dio a Marga, porque no dijo ni una palabra más. Irían al museo, les gustaría a todos y tendrían que agradecerle su excelente idea. Y si no les gustaba… peor para ellos. Se merecían ese fastidio y muchos más, pensó. Por ser unos incultos, unos vagos y por burlarse de ella a cada momento.
Don Domingo les hizo ponerse en fila y se dirigieron al aparcamiento del colegio. Cuando Marga salió del edificio vio una inmensa capa de lluvia cayendo sobre el patio. Aquello era un nuevo obstáculo para su excursión, como si con la protesta de Leticia no hubiese tenido suficiente. ¿Anularían la visita con semejante temporal?
            Sin miedo, se adentró en la lluvia y corrió hasta el autobús. Sus compañeros, que no querían quedarse en el colegio para dar clase, la imitaron.

8 comentarios:

Isi G. dijo...

Me tienes con curiosidad, a ver qué pasará después de esto... Porque a Leticia se la ve vengativa con ganas xD

Un beso^^

Toño V. dijo...

Pobre Marga, ¡la que la espera!. Muy bueno, Croni. ¡Quiero leer más!

Alfonso dijo...

Está muy bueno, Croni. Por lo menos me deja con la intriga de saber cómo continúa la historia, y eso ya es algo. Esperemos que el resto de la historia siga siendo tan buena :P

evelin dijo...

debi leer este capitulo despues.....ya quiero leer lo que sigue!!!! jajaja

suena bastante simple, pero divertida y facil de leer. Ya te dire que tal me parece el resto

ana ryder dijo...

Hay cosas que nunca cambian, ¿verdad? Está muy bien captado el ambiente de clase. Lo que no imaginaba es que fuera tan divertida.

Anónimo dijo...

Mmmmm...


No me logra convencer, no esta mal, pero le falta un plus, lo encuentro un tanto superfluo, el primer capitulo no me dice mucho en contenido, no me cautiva, digamos que si estuviera ante la indecisión de llevar o no este libro y leyera el primer capitulo definitivamente no lo compraría.

Ya veremos el segundo :)

Es mi humilde opinión.

Rosa Burgos Ruiz dijo...

Y la parte de Marga? o_O

C. (@el_croni) dijo...

Disculpa, no estaba. Ya lo puedes leer en esta página.