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IX. Una puerta en medio del desierto


CAPÍTULO IX
UNA PUERTA EN MEDIO DEL DESIERTO


Cuando se despertaron, no quedaba más rastro del día anterior que un montón de piedras con forma de corazón, tan frías como la arena. El paraguas había hecho de escudo todo el tiempo, por lo que habían podido dormir despreocupadas. Si aquello era surrealista ya no se lo planteaban: con sobrevivir a cada una de las pruebas era suficiente. Para preguntas siempre habría tiempo.
—¿Cuántos días llevo aquí? —preguntó Leticia entre bostezos.
—Los mismos que yo: este es el sexto. ¡Caray! —exclamó Marga de repente.
—¿Qué ocurre?
—Han pasado seis días… y es como si no hubiese pasado el tiempo.
—Perdona, pero no me digas que lo que te he aguantado a ti sólo ha sido media hora.
—No hemos comido, no hemos bebido, ni siquiera hemos necesitado ir al baño.
—¿Es que hay algún baño por aquí acaso?
—Yo no he tenido de necesidad de nada. ¿Y tú?
Leticia lo pensó por un momento y negó con la cabeza.
—Bueno, es sólo un misterio más. ¿Y qué? Algo bueno que tiene Ningún Lugar: si no como seguro que no engordo. Aunque por tu aspecto, tampoco veo que sirva para adelgazar.
—Quizá no haya pasado el tiempo. Fuera, me refiero.
—¿Y en qué nos afectaría eso?
—En nada, en realidad —reconoció Marga. Estaba triste porque nada de lo que descubriesen las ayudaría para salir de Ningún Lugar.
—Bueno, movámonos –dijo Leticia levantándose y ayudando a Marga a hacer lo mismo— y crucemos los dedos porque hoy no suceda nada extraño. Aunque ya me da risa decir esto.
—Hoy no parece un mal día. Incluso hay sol.
Era cierto: sobre sus cabezas estaba el sol, lejano, pero resplandeciente e iluminando todo cuanto alcanzaban sus rayos. No provocaba un calor asfixiante ni molesto, lo cuál era un alivio.
—Ojalá viésemos a Varmus ahora mismo. Iba a saber lo que es un paraguazo.
Tomaron la misma dirección que el día anterior: rumbo al horizonte que el día anterior les había disparado los pedruscos. Conocían Ningún Lugar lo suficiente como para saber que no se repetiría la desagradable sorpresa, igual que tampoco habían vuelto a ver el mar, el tornado, las arenas de dos colores y por desgracia, tampoco los diamantes.
—¿Piensas que soy mala persona? –preguntó Leticia de golpe. Marga se quedó congelada, sin ser capaz de responder. El silencio habló por ella—. Lo suponía…
Su voz sonaba triste, y la reacción de Marga sólo había podido empeorar las cosas.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Por lo que dijiste ayer. O lo que no dijiste, cuando te pregunté si te caigo bien. Simplemente dijiste que «me entiendes». Incluso yo, que te resulto tan tonta, comprendo que eso no es bueno.
—Somos distintas, eso es todo. No pienso que seas mala persona.
—Pues yo pienso que en ocasiones tú sí lo eres —soltó Leticia, y sus palabras cayeron como una jarra de agua fría sobre Marga.
—¿Por qué dices eso? —preguntó indignada.
—Es por cómo actúas en clase —se justificó—. He visto cómo dejas en ridículo a otros con tal de ganarte un sobresaliente. No es que esos Insignificantes me den pena, la verdad, pero lo que les haces no está bien.
—Yo no lo hago por dejarles en ridículo —se defendió enfadada—. Lo hago porque estudio.
—¿Has oído hablar del “compañerismo”? Es lo que debéis sentir los de tu clase entre los que son como vosotros.
—¿Y qué ocurre contigo?
—Conmigo admiración, Marga. Admiración.
—No es justo que digas que soy mala persona por eso. Es mentira.
—¿Sabes? Una vez Lorena García se fue al baño llorando en mitad de la clase de Historia. ¿Y sabes cuál fue la razón? Porque cuando el profesor le preguntó, tú interrumpiste la explicación para corregir su pronunciación de John Locke.
—¡Ya lo recuerdo! Sí, ella lo pronunciaba horrible, como si fuese Luke Skywalker. Si no decía nada, el profesor habría pensado que yo pensaba que se pronunciaba igual de mal.
—¿Ves a qué me refiero? Eso es de mala persona.
—¿Y llamar Insignificantes a la clase media qué es? —protestó Marga.
Entonces sucedió algo que no esperaban. Sonó un rugido en el cielo, y casi se queman la retina al comprobar que provenía del sol. Algo estaba sucediendo en el astro y Marga y Leticia no querían esperar a averiguar el qué. Podían sobrevivir a una lluvia amazónica o a fuerzas de viento incalculables, pero a la furia de un gigantesco sol no había rival. Tragaron saliva, impacientes. El sol volvió a rugir una vez  más, para sobresalto de sus corazones, y de repente, sin explicación alguna, se volvió negro. Más negro que nada que hubiesen visto en el mundo. Y del mismo modo, todos los rincones donde antes arrojaba luz ahora sólo había oscuridad. Oscuridad proveniente del mismo sol de las tinieblas. Marga y Leticia se quedaron boquiabiertas, sin saber qué hacer. No podían verse ni la una a la otra, a pesar de estar a veinte centímetros de distancia.
—Esto es imposible. Odio moverme sin saber dónde pongo el pie —reconoció Marga.
—El sol arroja oscuridad. Y lo que no alcanza la oscuridad es luz.
—¿Qué quieres decir?
—Mira tu sombra.
Marga se giró y observó, asombrada, como su sombra, donde la oscuridad del sol no podía llegar, era un rincón de luz. Lo mismo que la sombra de Leticia, incluyendo el paraguas cerrado que llevaba de la mano.
—¿Cómo vamos a avanzar así? —quiso saber Leticia.
Marga cogió el paraguas y lo abrió. La sombra del improvisado parasol proyectó un chorro de luz más grande que el que podían crear sus cuerpos.
—Otra vez el paraguas —musitó Leticia—. Y yo estuve a punto de tirarlo el primer día. Lo que antes era luz ahora es sombra, y viceversa. Qué locura.
—Ahora sólo tenemos que caminar en la misma dirección. El paraguas nos dará luz medio paso por delante. Algo es algo.
Así lo hicieron. Sin el paraguas, no habrían podido siquiera verse las caras, pero gracias a la luz que proyectaba su sombra podían caminar sin miedo a caer por un precipicio. Aunque tampoco podían hacerlo muy deprisa. Anduvieron durante horas, hablando de trivialidades e incluso riendo algunas bromas. Todo parecía relativamente tranquilo hasta que dos pequeñas rendijas paralelas brillaron a pocos metros de ellas. Marga sintió pánico, pero Leticia la agarró por el brazo y avanzó decidida. Cuando se pararon frente a lo que las había asustado, vieron que se trataba de Varmus. Sus ojos de felino brillaban en la oscuridad.
—Mis dulces damas, ¿cómo se sienten en este espléndido día de sol?
—Menos bromas, Varmus —lo amenazó Leticia—. Si vas a desaparecer en un par de minutos, mejor que lo hagas ahora. No estoy de humor.
El gato se restregó por su pierna en busca de una caricia. La chica se apartó rápidamente, deseando que el animal no hubiese manchado sus medias.
—No habéis entendido el sentido de Ningún Lugar, y me temo que Ningún Lugar no os permitirá salir hasta que no comprendáis el motivo por el que estáis aquí.
—¿Y cuál es el motivo? —quiso saber Marga, más conciliadora.
—Ya deberíais saberlo a estas alturas. Tenéis que solventar la causa que os trajo hasta aquí.
—No sabemos qué nos trajo hasta aquí —dijo Marga rápidamente.
—La pelea.
El gato asintió, divertido.
—Exacto, señorita Sopri. La pelea.
Leticia y Marga se miraron extrañadas.
—Pero eso ya está solucionado. ¿Crees que habríamos sobrevivido seis días aquí si no fuese porque ya superamos esa pelea?
—No hablo de esa pelea; hablo de vuestra eterna pelea. Os he oído todo este tiempo: os detestáis, después de todo y a pesar de todo lo que habéis vivido juntas. Ni todas las horas que habéis pasado juntas bajo el paraguas han hecho que cambie vuestra perspectiva de la una con la otra.
—¿Podemos seguir avanzando? —preguntó Leticia aburrida por el discurso del gato—. Quiero salir de aquí este año, si es posible.
Los tres siguieron caminando a través de las tinieblas. Varmus iba entre las dos, también iluminado por la luz del paraguas.
—Yo no os traje hasta aquí ni soy capaz de llevaros de vuelta, pero sí puedo guiaros hasta donde conozco. Y os aseguro que los últimos que vinieron a Ningún Lugar no salieron hasta ser mejores amigos.
—¿Qué? —preguntó Marga—. ¿Ha habido aquí más gente?
—Poca más, pero la ha habido, mis dulces damas. No sois las primeras en todo. Ya hubieron otros que pasaron por lo mismo que vosotras.
—¿Y por dónde salieron? —Leticia no perdía ninguna oportunidad.
—Ya te he dicho que eso no depende de mí. Es asunto de Ningún Lugar. Sólo cuando estéis preparadas.
—No es justo, ¿sabes? —protestó Marga—. No se nos puede obligar a ser amigas. ¿Quiénes eran los que vinieron antes que nosotras?
—Bueno… Los primeros fueron Gael y Ricardo —recordó Varmus—. ¿En qué siglo estáis vosotras?
—En el veintiuno, ¿bromeas?
—Gael y Ricardo se pelearon en 1914. De hecho, la suya sí fue una discusión seria. Eran mejores amigos y entonces Ricardo se marchó a la guerra. Cuando volvió, su novia lo había dejado y se había casado con Gael. Todo un golpe, podéis imaginar. Iban por la calle en una madrugada de lluvia copiosa y entonces, ¡tachán! Aparecieron aquí mis primeros invitados.
—No puedes hablar en serio —dijo Leticia—. ¿1914? Si ahí no debían ni saber lo que era una guerra ni una novia ni mucho menos una calle.
—Hasta que no solucionaron sus diferencias y volvieron a ser los mejores amigos, no encontraron la salida. Estuvieron en Ningún Lugar cerca de año y medio.
—Caray…
—Y después doña Fina, que vino sola. Quería matar a su prima por no se qué asunto de celos. Hasta que no se hubo calmado por completo y comprendido lo equivocada que estaba yendo por el camino del odio, Ningún Lugar no le mostró la puerta. Pero cuando se fue, lo hizo con el corazón mucho más puro. Aquello fue en vuestro 1940, si mal no recuerdo. Y después, vosotras.
—¿Es posible que nos encontremos a alguien aquí? —quiso saber Marga.
—¡Imposible! —replicó—. Porque sois vosotras quienes tenéis ahora el paraguas negro.
Las dos se miraron perplejas.
—¿Qué es lo que os sorprende? No dudéis que si estáis aquí es gracias a él. Se trata de un objeto extraordinario.
—¡Querrás decir que por su culpa!
—Y también gracias al paraguas habéis superado los obstáculos de cada día. Gael y Rodrigo lo trajeron, la señora Fina también vino con él y lo mismo vosotras, mis dulces damas. Ese paraguas es el que une los dos mundos.
—Pues a ver si también nos saca de él.
—¿Y cuál es tu papel en todo esto, Varmus? —preguntó Marga.
—¿El mío? Ninguno. Observaros por puro capricho. Y ayudaros si se me antoja. Pero vosotras sois libres de ignorar mis consejos. Yo siempre estoy aquí, estuve y estaré. Mi existencia se limita a esperar a que alguien se acerque a mis humildes tierras.
—Si llego a saber que el paraguas de don Domingo nos iba a traer tantos problemas, hubiese preferido mojarme —protestó Leticia—. En mal momento se me ocurrió aceptarlo.
—Ningún Lugar espera imperturbable la llegada de nuevas disputas para resolverlas con sus propios métodos —prosiguió Varmus, ignorando las palabras de la chica—. Supongo que poniéndoos semejantes pruebas intenta que os reconciliéis. Después de todo, lo consiguió con los anteriores.
—Pues con nosotras lo lleva claro.
Las dos rieron. Varmus frunció su ceño gatuno. Hacer que fuesen amigas iba a ser más complicado de lo que esperaba.
Los tres siguieron en silencio su travesía entre las tinieblas, hasta que el gato, aburrido, volvió a la carga.
—Seriáis mucho más felices si fueseis amigas, de verdad. Recuerdo como eran Gael y Ricardo cuando llegaron, a punto de matarse, y cómo eran cuando se marcharon: uña y carne.
—Que sí, gato —dijo Leticia con aburrimiento.
—O doña Fina, ¡pobre mujer! El odio la había convertido en una mujer desgraciada. Pero gracias a Ningún Lugar, volvió a casa feliz y reconvertida. ¿No os gustaría que os ocurriese lo mismo?
—Es un poco pesado este gato, ¿verdad? —preguntó Marga.
—Desde luego que sí.
Y Varmus sonrió de satisfacción.


—Como hayamos pasado la salida y no la hayamos visto por culpa de esta oscuridad, me enfadaré muchísimo —dijo Leticia.
—Seamos pacientes. Yo ya tengo sueño.
—Quizá convenga que descansemos.
Se detuvieron y montaron un campamento improvisado con el paraguas elevado para que alumbrase el terreno donde iban a acostarse. Cuando ya estaban acomodados (incluyendo a Varmus) Marga cerró el paraguas y con él, la luz. Sobre sus cabezas resplandecía la negrura del sol oscuro.
—Da miedo… pero también es hermoso —dijo Leticia, mirando al cielo.
—Definitivamente prefiero el sol del mundo real. Este me da escalofríos.
—¿Sabéis qué tenéis en común con Gael y Rodrigo? —dijo Varmus, en un nuevo intento de conseguir que las dos chicas se hiciesen amigas.
—¡CÁLLATE! —gritaron al unísono.
Y el gato rió en silencio.


Cuando despertaron, la luz natural ya había vuelto y no necesitaban el paraguas para alumbrar sus pasos. Del suelo seco del día anterior había brotado una fina capa de césped, cubriendo con un manto verde toda la tierra. Incluso algunas florecillas se asomaban tímidamente entre las briznas dando motas de color azules, blancas y amarillas allá donde uno posase su mirada. Parecía el día más normal de cuantos habían pasado en Ningún Lugar, y el más bonito, sin duda.
—Está todo tan tranquilo… —dijo Leticia relajada—. Ojalá hubiese sido así desde el principio.
—¿Qué os parece si damos un paseo, mis dulces damas? Con este paisaje y esta temperatura tan ideales no se me ocurre una idea mejor.
Lo cierto es que la vista era maravillosa: Ningún Lugar se había transformado en un prado de cuento de hadas, y los tres no dudaron en jugar entre las pequeñas colinas que se habían formado por arte de magia. Cuando se cansaron de correr, tomaron asiento en la hierba y decoraron su cabello con florecillas. Incluso Varmus se dejó, pero se las sacudió en cuanto Leticia y Marga apartaron la mirada.
Descubrieron (aunque Varmus no mostró sorpresa) que también había mariposas en Ningún Lugar: eran del tamaño de una uña y sus alas cambiaban de color a cada segundo. Hubo un momento en que decenas de ellas se posaron sobre la mano de Marga y cuando ella se movió todas irrumpieron el vuelo al mismo tiempo. La imagen de todos los colores agitándose en el aire las cautivó. No les habría importado quedarse a vivir en Ningún Lugar si siempre hubiese sido así.
—Es precioso —alcanzaron a decir.
—Lo sé —Varmus se mostraba orgulloso de sus tierras.
—Oh…
Un diminuto copo de nieve cayó sobre la camisa de Leticia. Cuando intentó cogerlo con los dedos se deshizo, pero otro idéntico se posó en sus rodillas.
—Observa el cielo: está nevando.
Leticia hizo caso de Marga y miró arriba. Varmus la imitó. Era cierto: estaba nevando. Sus cuerpos se cubrieron de nieve, pero no tuvieron sensación de frío. De hecho, el tacto era agradable. Leticia viajaba a Suiza dos veces al año para esquiar, pero para Marga era su primer contacto con la nieve. Las dos estaban encantadas, igual que el gato. No pudieron evitar lanzarse copos de nieve, riéndose a cada segundo. El pobre Varmus, que no podía contraatacar, corría para esquivarlos. Sólo pararon cuando estaban agotados.
—No es justo: las dos habéis ido a por mí —protestó el felino.
—Es que era mucho más fácil. Teníamos la garantía de que no nos las devolverías.
Leticia abrió el paraguas para que los tres pudiesen protegerse de los copos que caían del cielo. Caminar entre la nieve era una sensación completamente nueva, y sacaban la mano para acariciarla. El prado, cubierto enteramente por una capa blanca, era todavía más bonito.
—¡MIRA! —gritó Leticia, señalando algo en el horizonte.
Se acercaron rápidamente y descubrieron una imagen surrealista: un campo de paraguas negros, miles de ellos, alineados, algunos más maduros, otros más verdes, todos emergiendo de la tierra y la nieve.
—Es increíble —fue todo lo que Marga pudo decir.
Marga se acercó a uno que parecía maduro y lo arrancó del suelo. Para su sorpresa, la punta del paraguas no era metálica como el de Don Domingo, sino verdosa y llena de raíces.
—¡Cuidado! —le advirtió Varmus a su lado—. Todavía le faltan unos días.
—No entiendo nada —oyeron decir a Leticia a unos metros de distancia—. Es lo más extraño que me ha sucedido y sucederá jamás.
Se divirtieron corriendo entre el campo de paraguas, riendo como no lo habían hecho nunca. Y de repente, cuando Marga y Leticia corrían por delante de Varmus en un juego improvisado, se toparon con una puerta.
Una puerta en medio del desierto.
La madera era de color claro, como su dintel. Necesitaba una capa de barniz, y su manivela de oro exigía que le sacasen brillo, pero pese a eso, era una puerta, una verdadera y hermosa puerta.
—Esto sí que es imposible.
Rodearon la puerta. Tenía el mismo aspecto por el otro lado. Varmus se acercó, sonriente.
—Parece que lo habéis logrado.
Leticia y Marga se miraron con escepticismo.
—No parece que lleve a ningún lugar.
—¿No era eso lo que queriáis? Precisamente es de Ningún Lugar de donde queréis huir. Abridla.
Leticia se acercó con miedo. Posó su mano sobre la fría manivela, y le entregó la otra mano a Marga, que la aceptó. Ella, a su vez, agarraba con la mano izquierda el paraguas de don Domingo. Ahora no se despegaban de él bajo ninguna circunstancia.
—¿Estás lista?
—No lo sabes tu bien —respondió Marga.
Giró la manivela. Después empujó la puerta con determinación.
Al otro lado llovía con intensidad. Tanto, que no podían ver a más de medio metro de distancia. Llovía con tanta fuerza que recordaron el día de la pelea, el día que llegaron a Ningún Lugar. Habían pasado siete días desde entonces, pero daba la impresión de que hubiesen sido décadas. O sólo unas horas. Toda una contradicción.
—Adelante.
Marga fue a abrir el paraguas pero Leticia la detuvo.
—No lo hagas ni loca. Da mala suerte abrir un paraguas en un sitio cerrado, y yo no tentaría más a la diosa Fortuna.
—¡Pero si estamos en un prado!
—Por si acaso.
Haciendo caso a Leticia, Marga cruzó la puerta empapándose con la lluvia y abriendo el paraguas al otro lado. Leticia lo hizo a continuación. Se giraron un último momento para ver a Varmus, que les sonreía desde el nevado Ningún Lugar.
—Adiós, Varmus —dijeron. Incluso con todo lo que le habían dicho, sentían gran respeto hacía el felino. Costaba hacerse a la idea de que nunca más volverían a verlo.
—Hasta nunca, espero, mis dulces damas.
Diciendo esto, Leticia cerró la puerta. Y se adentraron en la cortina de lluvia.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha encantado este capítulo...la forma en la que salen apreció en un momento inesperado...Ya quiero el capítulo final para ver que sucede cuando lleguen a la escuela... :)
Buena historia...
Saludos
Elinnor

ana ryder dijo...

¿No precipitas un poco el final? No han llegado a ser amigas del todo, como mucho se toleran. Y creo que la figura del gato y su relación con Marga y Leticia es un filón al que podrías sacar mucho más partido.

Ningún Lugar rebosa imaginación por los cuatro costados. Me vuelve loca la imagen del campo nevado, es muy evocadora.

Cronista, no quiero que se acabe.

C. (@el_croni) dijo...

Espera a leer el final ;) Gracias por el comentario.