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Mi tarde con los monjes tibetanos

En estos días de principios de curso, uno puede asistir en Madrid a todo tipo de clases inaugurales de forma libre y gratuita, de esas de "ven a verlo sin compromiso". Me resisto a que los días pasen sin ser recordados para siempre, de modo que pensé en actividades que pudiese hacer para mi máxima satisfacción. Lo de estudiar valenciano en la capital de España puede parecer un pelín friki y surrealista, aunque no puede ser peor que suajili, opción que he tenido que descartar por cuestión de tiempo. Barajé la posibilidad de volver a ir a clases de pintura (más de diez años después de la última vez) aunque soportar los humos de algunos artistas es un arte del que no puedo presumir, de modo que también me rajé con esto. A lo que no he renunciado esta vez, después de años esperando el momento, es a visitar un centro budista y participar en un curso de meditación y relajación.
La primera vez que fui hasta allí me tuve que ir porque no veía el centro por ninguna parte. Fue mi primera desilusión, aunque si hubiese sido listo como para sacar el móvil y buscar al instante en internet, sabría que el centro no está en ningún bajo comercial, como esperaríamos de cualquier iglesia o mezquita. Está en un quinto piso, discreta e imperceptible.
Para cuando descubrí la auténtica ubicación, temía que fuese demasiado tarde para apuntarme a la clase inaugural. Menos mal que escribí, porque me dijeron, con toda la amabilidad de oriente, que todavía estaba a tiempo de ir. No necesitaba más, sólo confirmar mi asistencia para "avisar al maestro".
Hasta el último minuto no supe lo que iba a hacer. Por mucho que me guste ir a mi aire, detesto entrar solo a sitios desconocidos. Ni qué decir de ir al cine o a un restaurante, caray. Son experiencias por las que yo no paso, pero tenía que hacerme de tripas corazón y ser un poco valiente por una vez en la vida. Así que fui.
Llegué demasiado pronto, de modo que hice una parada en la cafetería de la manzana de al lado. Allí, haciendo tiempo leyendo el periódico sobre la barra, bebiendo a sorbos largos un café apenas azucarado, me sentí mayor como no lo había sentido nunca. Aunque uno tenga muy claro lo lejos que dejó la adolescencia, hay golpes de efecto que son como bofetadas. Momentos en los que uno se da cuenta de lo parecido que es a su padre y dice bueno, podría ser peor. El paso de los años que pasa por todos.
Si no me había costado entrar a tomarme un café, lo de entrar a un centro budista debía ser pan comido. Me acerqué al portal, llamé al telefonillo (por cierto: el otro día oí una niña en Córdoba llamarlo "teleportillo". Me hizo gracia) y subí andando varios pisos. Dentro había el ajetreo de media tarde, pero mi consuelo era que hubiese más cabecitas locas estrenándose esa tarde. Se me acercó un responsable de la congregación (con ropa occidental muy elegante, y yo que había intentado ir lo más cutre posible para no desentonar. Mierda de prejuicios) y me invitó a entrar al templo. Eso sí: primero quitándome los zapatos.
Me alegré de haber tenido una sospecha al respecto, porque cinco minutos antes de salir de cada me cambió de calcetines porque tenían un agujero. Estaba satisfecho con mi gran visión cuando me quité el suéter y advertí la camiseta que llevaba: una de La rebelión de Atlas, un libro muy polémico que defiende apasionadamente el individualismo, y que no sé si pegaba mucho en un ambiente budista de buen rollo. Demonios: yo cuidándome de no desentonar con la ropa y no me doy cuenta de que voy con una camiseta con un mensaje ideológico claro.
Dentro de la sala, llámese templo, todos los cojines se dirigían hacia una pared repleta de figuras de Buda, retratos del Dalai Lama y más cosas que no podía reconocer con muy educación bien avenida de presunto cristiano. Nos dijeron que eligiésemos las posturas con la que nos sintiésemos más cómodos y yo, culo inquieto, intenté dar con la menos mala. Nos preguntó si estábamos relajados, a lo que recordé el café que me había tomado cinco minutos atrás y murmuré algo que no se parece a ¡maldición!. Estaba interesado sobre todo en la gente de mi alrededor, gente que seguro que son tildados de excéntricos o esnobs por acercarse a un centro budista y todo lo que buscan es una experiencia nueva y sacar algo en positivo, si acaso aprender. No era gente más rara que yo. Y todos íbamos con los mismos conocimientos inexistentes, lo que era de agradecer.
Por fin entró el maestro a la sala, un español con el pelo rapado al cero, gafitas a lo Gandhi y la vestimenta típica naranja de los monjes budistas. No es un disfraz: es su ropa. Uno tiene que cambiar el chip cuando va a un sitio así.
El hombre se sentó sobre un cojín y nos explicó en qué consistía eso de la meditación y relajación. Su voz invitaba a lo segundo, y con semejante calma, uno no podía menos que meditar. Nos enseñó una técnica de relajación con nombre sánscrito, aunque yo fracasé desde el minuto cero. Mi pierna derecha se había dormido al poco de sentarme sobre el cojín y con semejante incomodidad era imposible relajar el resto del cuerpo. Lo cómico llegó después, cuando otra novata se despertó después de pegarse una siesta involuntaria. Tuve que morderme los labios para no reír.
En qué consiste la meditación y relajación oriental es algo interesante que no está de más conocer, sobre todo si puede ayudarnos en nuestro día a día. Me intriga en qué puede mejorar nuestras vidas la sabiduría oriental. Vivimos demasiado encerrados en nosotros mismos, ahogados en nuestros propios prejuicios inmovilistas, y a veces la solución no está en un centro budista ni en la Swajilian master class, sino en lanzarnos a dar un paso y probar lo que nos ofrece el mundo y nunca nos atrevimos. Aunque a veces hagamos el ridículo.

6 comentarios:

Isi G. dijo...

Seguro que fue una tarde muy interesante^^ Eso es algo que me encantaría probar, la verdad.

Besotes^^

Prigkinissa dijo...

Voy a empezar a hacer cosas así. Un año aberrante de oposiciones , me independizo y voy a vivir a Madrid centro y a gozar de vida cultural. Yo también tengo miedo a ir sólo a los sitios :)

Sibila dijo...

Me quedo con:

Vivimos demasiado encerrados en nosotros mismos, ahogados en nuestros propios prejuicios inmovilistas, y a veces la solución no está en (...), sino en lanzarnos a dar un paso y probar lo que nos ofrece el mundo y nunca nos atrevimos. Aunque a veces hagamos el ridículo.

Nos cuesta romper y dejar de ser reproductores, y es una pena!

Anónimo dijo...

La póxima vez, ya sabes... una tilita!

Pazcual dijo...

Yo la verdad no soy muy dad a ese tipo de aventuras, porque no aguanto la risa. Es más, leyendo esto, he terminado riendo a carcajadas, que han llamado la atención a más de uno.

Saludos.

Rocy dijo...

Yo no hubiera subido, muy valiente fuiste.